
La magnífica editorial Ciudadela nos acaba de regalar el libro de Betsy Hart Sin miedo a educar, en el que se nos recuerda cómo las teorías de Stanley Hall, que había inventado la adolescencia y no había salido de ella, al menos intelectualmente; o de John Watson, que recomendaba a los padres y madres no besar a sus hijos por la mañana sino darles la mano; o de los expertos Benjamin Spock, Arnold Gesell o Penélope Leach, que se contradecían mutuamente aunque sólo fuera para vender libros, no han servido más que para encumbrar a los acreditados estudiosos de la infancia y a los autores de las cambiantes metodologías pedagógicas.
Cuando apostamos por la educación del niño estamos apostando por el futuro de la humanidad. Si intentamos comprender que existe una pedagogía, y un sistema educativo, neutro, aséptico, pulcro de sentido, de definición de lo que es la persona humana no estaremos más que instalados en una engañifa de política sin escrúpulos. Todo sistema educativo nos lleva hacia el horizonte del modelo de hombre que se descubre, se acepta y se desea, de las capacidades personales que se quieren desarrollar y de los hábitos y virtudes que se quieren potenciar. La principal pedagogía es la coherencia entre la concepción de persona que el educador tiene y el desarrollo de su propuesta. La educación es siempre presupuesto y propuesta de sentido humano y social.
Este fin de semana pasado se ha celebrado en Madrid un importante congreso de la Escuela Católica sobre la escuela católica. La escuela católica, desde los tiempos de san José de Calasanz, ha marcado el segundero de la historia de las pedagogías del desarrollo íntegro de la persona. Si por algo se ha caracterizado la escuela de inspiración cristiana ha sido por la entrega generosa y desinteresada al hombre como signo privilegiado de la entrega de la Iglesia a la humanidad. La Escuela católica ha caracterizado de forma singular y ha hecho vida, desde los inicios de la vida y del pensamiento, aquello de que el hombre es el camino de la Iglesia. Y lo ha podido hacer con la originalidad y la creatividad características del ejercicio auténtico de libertad.
Hoy, lo que está en juego en la política, en la sociedad española y en la escuela es la libertad. La escuela católica es más necesaria que nunca en España. No como un recurso repetitivo de presencia nostálgica sino como una fuerza renovadora de creación de espacios de libertad, de verdad, de fascinación por el bien y de novedad por lo bueno. Educar es ayudar a crecer. Esto es lo que han hecho generaciones y generaciones de religiosos y de religiosas que han entregado su vida a la no siempre fácil ni reconfortante tarea de hacer que el hombre sea hombre, que adquiera la conciencia de que la fragilidad propia de la condición humana se convierte en fortaleza en el encuentro con el otro.
Durante algunos años, la escuela católica ha dado la impresión de estar atravesando una crisis que parecía tener sus causas en unos recursos personales y materiales menguantes. También es cierto que determinadas políticas, de naturaleza estatalista, estaban empeñadas en fagocitar no sólo la iniciativa privada sino el derecho de los padres a elegir el modelo de educación para sus hijos y a desarrollar los medios subsiguientes para la consecución de ese fin. Parecía, incluso, que ciertas salidas hacia adelante de innovaciones pedagógicas en colegios de religiosos, sobre la base de filosofías materialistas y agnósticas, no eran más que una búsqueda en falso de la identidad y, por tanto, singularidad perdida. Ahora parece que no pocas de las instituciones católicas dedicadas a la educación se han dado cuenta de que las soluciones a los problemas principales, más allá de la ley de la oferta y de la demanda, están donde han estado siempre: en la experiencia cristiana, en la nítida percepción de que la educación es siempre un proceso de fascinación por la filiación humana y divina, plenitud del hombre y plataforma única de felicidad.