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JUAN PABLO II

“Los ausentes siempre se han equivocado”

En el mes de mayo de 1978, el entonces Cardenal Karol Wojtyla respondió a una entrevista que, sobre la Doctrina Social de la Iglesia, le hizo el profesor de la Universidad Católica de Milán, Vittorio Possenti.

En el mes de mayo de 1978, el entonces Cardenal Karol Wojtyla respondió a una entrevista que, sobre la Doctrina Social de la Iglesia, le hizo el profesor de la Universidad Católica de Milán, Vittorio Possenti.
Juan Pablo II
En esa entrevista, el futuro Papa Juan Pablo II reflexionaba sobre la naturaleza teológica de la doctrina social católica, su originalidad arraigada en el Evangelio, su fuerza antropocéntrica “que forma parte de su teocentrismo”, su autonomía en el mundo de las ciencias, así como de la necesidad de que los católicos contáramos con una doctrina social, propia y particular que respondiera a la misión evangelizadora de la Iglesia.
 
Dos años antes, durante los Ejercicios dictados a Pablo VI en la Cuaresma de 1976, el Cardenal que trabajó de manera muy activa en el conocido Esquema XIII apuntaba —”en los umbrales de los últimos veinticinco años del segundo milenio, después del concilio Vaticano II”— tres escenarios para el compromiso de los Cristianos, en los que Jesucristo era signo de contradicción. A partir de la parábola del rico Epulón, meditó el Cardenal ante el Papa Pablo VI de la pobreza, el subdesarrollo y el Tercer Mundo, así como de la aparente libertad de la que gozaban los testigos de Jesucristo en el primer mundo. Éste ya no engendraba mártires, pero silenciaba el nombre de Cristo como los medios de comunicación permitían comprobar con nitidez. El Papa que amó la Libertad como la amaron Juan XXIII y Pablo VI, pastores que engendraron un gigante, se convirtió en voz de la Iglesia del Silencio al meditar en marzo de 1976 sobre los sistemas políticos que encierran la Libertad de Conciencia y Religiosa entre los muros opresores del terror. Los totalitarismos, en cuya denuncia Juan Pablo II ha reproducido la energía de Pío XI, aniquilaron la persona moral, como indicó Hannah Arendt; la redujeron a mera individualidad, a simple cuerpo humano, para así manipularlo mejor. De este modo, el comunismo hizo de la represión religiosa el “dogma del programa”. Un programa que, en muchas ocasiones, se presentaba bajo la apariencia de una opción por el pobre Lázaro contra el rico Epulón (Meditación XXII).
 
Sin dejarse tentar por cantos de sirena, el Cardenal Wojtyla sabía que las ideologías que había alumbrado el siglo XX y que pugnaban entre sí en guerra abierta, nacían del tronco común del materialismo que instrumentaliza al hombre. Este error, de naturaleza antropológica, sumado a una mentalidad positivista incapaz de aceptar que existan principios morales inviolables y pegado a un ideologismo de matriz marxista que buscó apropiarse de la renovación que fueron Pacem in Terris y Populorum Progressio sólo podía corregirse si se conseguía superar toda forma de alienación ya estuviera revestida de colectivismo, individualismo, totalitarismo y economicismo.
 
Juan Pablo II sabía que la Doctrina Social de la Iglesia tiene un corazón que es, al unísono, el de Dios y el del hombre al servicio de la defensa sin cuartel de los derechos humanos y de las naciones que el hombre habita. Tan es así, escribió el que fuera profesor de Lublin–Cracovia, que el recto entendimiento del orden político y económico nacional e internacional, como ya dijera Pío XII, pasa por entender la cuestión nacional. “Pienso ―escribía— que el tema de la nación y de la nación desde el punto de vista ético es uno de los problemas de la doctrina social católica”. Como León XIII y Benedicto XV, Wojtyla sostuvo que la Iglesia es benefactora de las naciones y madre de ellas, como escribió el Beato Juan XXIII y planteó el Concilio al referirse a las relaciones Iglesia–Mundo en la Constitución Pastoral Gaudium et Spes. Como Juan XXIII y Pablo VI, creía el Cardenal Wojtyla que el espíritu que debía guiar esas relaciones era el del diálogo sobre la verdad. Un diálogo que se distingue de las pretensiones de las democracias deliberativas en las que la ausencia de valores deja al descubierto una de las preguntas clave en la convivencia entre los hombres: el por qué de la obediencia y, por ende, de la autoridad. El Arzobispo polaco que en 1978 añoraba una democracia auténtica como requisito del auténtico compromiso político creía, como Bergson y el personalismo cristiano, que la democracia es de raíz evangélica. Así mismo, como los Papas del Concilio y del primer Posconcilio creía que sólo desde el respeto a la autonomía de las realidades temporales puede entablarse el auténtico diálogo entre la Iglesia y el Mundo. En definitiva, creía el Papa que vino de lejos, que sólo asumiendo que de Dios es todo, mientras que del César sólo una parte, puede la Doctrina Social de la Iglesia revelar su fuerza transformadora.
 
María Teresa Compte Grau es profesora de Pensamiento Social Cristiano en la Universidad Pontificia Comillas.
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