
La vida de Karol Wojtyla (1920-2005) y su pontificado (1978-2005) desafían cualquier categoría moderna. Nos animó constantemente a pensar en los problemas imbuidos un sentido superior de justicia y verdad. Nos animó a ver y actuar a través de los ojos de la fe. Sus escritos, su ministerio público, ejemplo de coraje frente al mal y llamada para la conversión universal, inspirará a las generaciones futuras.
Su papado ha tenido un papel central en el último cuarto del siglo XX. Su influencia religiosa es comparable a la de los mayores pastores y pensadores de la historia.
Para entender por qué fue tan influyente, hay que examinar su biografía. Los años de formación de Juan Pablo II transcurrieron entre grandes sufrimientos, viviendo una tragedia familiar para después luchar durante los años de ocupación nazi en Polonia, sólo para acabar en la dominación comunista. Sus pasiones fueron el deporte, el teatro, la literatura, el canto, la poesía, la filosofía y, por supuesto, la fe y el sacerdocio. Sus otras influencias fueron vastas: el periodo en el que trabajó en una planta química, sus estudios en el seminario clandestino, su vida bajo dos formas de totalitarismo... Todo esto combinado le preparó para su gran trabajo.
Para entender su concepción del papel de la Iglesia Católica, hay que comprender antes el lugar que ocupaba el Concilio Vaticano II en su filosofía espiritual, intelectual y social. El concilio guió a la Iglesia Católica a través de los años más turbulentos en la historia de la cristiandad. El concilio afirmó la libertad religiosa como un derecho humano, reformó la liturgia y, sobre todo, desarrolló más a fondo el entendimiento de la misión de la fe.
El documento crítico que Juan Pablo II hizo central en su papado fue “Gadium Et Spes” (1965), que amplió la misión del catolicismo del cuidado de las almas de los católicos a la mejora del bienestar de toda la humanidad. La misión cristiana tiene la tarea y responsabilidad de ser un defensor público de los derechos y la dignidad humana, la prosperidad material y las condiciones sociales que permiten el completo florecimiento de la persona humana.
Juan Pablo II hizo de esto su misión, también. Fue el impulso que lo llevó a luchar contra el totalitarismo comunista con una osadía y confianza tal que alarmó a la clase política. Fue lo que provocó que nunca dejara de viajar. Afrontó a los tiranos con la certeza de que eran pasajeros, mientras que el grito por la justicia y la verdad era permanente. Creía en el poder de las ideas, el poder del rezo y la habilidad de la gente común para decirle la verdad al poder. Abrazó la economía libre como esencial para la prosperidad, la creatividad y los derechos humanos.
Su visión teológica era de una ortodoxia sin concesiones en tiempos de creciente secularismo. Sus escritos sobre los sacramentos y la vida moral son comparables en profundidad intelectual al de los grandes santos y teólogos. Trabajó para restituir y volver a aplicar la convicción de que no hay conflicto entre razón y fe sino una mutua dependencia. Animó a las instituciones católicas a vivir más fielmente con arreglo a las verdades de su tradición.
Al mismo tiempo, era un creyente apasionado del ecumenismo, el movimiento que busca una comprensión mutua entre un amplio rango de tradiciones religiosas. Tendió la mano a miembros de las confesiones protestantes, judías, musulmanes, ortodoxas y de otras congregaciones, reclamó respeto por sus tradiciones y dogmas, sin renunciar nunca a los de la fe católica. Mostró que no hay ninguna grieta que separe tolerancia y verdad.
La vida pública de Juan Pablo II se define por sus incansables viajes (170 visitas a 115 países) y su implacable grito a favor de la libertad humana y la dignidad de todos los pueblos del mundo. Se mantuvo a favor de la vida frente al aborto y la eutanasia, a favor de la paz frente a la guerra y justificó su posición contra la pena de muerte en unos tiempos en que la misma vida se tiene en tan poca consideración.
Desde el principio hasta el fin, su vida privada estuvo marcada por una remarcable piedad y adhesión a un sistema de creencias que tiene su raíz en hechos que tuvieron lugar hace 2.000 años. Aquellos que le conocieron y rezaron con él en su capilla privada –como yo tuve el gran privilegio de hacer en algunas ocasiones– se declararon transformados por la experiencia e inspirados por su ejemplo de vida.
Juan Pablo II fue un hombre de fe sin miedo que caminó humildemente durante toda su vida y que aún así movió montañas. Podríamos decir que su ejemplo es parecido al de Cristo, y este rasgo no es mejor entendido ahora que hace dos milenios. Sólo podemos observar, con respeto, y seguirle.
El padre Robert Sirico es sacerdote católico y presidente del Instituto Acton para el Estudio de la Religión y la Libertad en Grand Rapids, Michigan.