
Me decía un joven sacerdote de Madrid, en la explanada de una catedral de la Almudena abarrotada de jóvenes, el pasado domingo: “Aquí hay vida; y lo que el Papa ha hecho es darnos vida”. Para comprender a Juan Pablo II hay que entender el giro antropológico de la ilustración y de la modernidad, y sus consecuencias para la Historia. Karol Wojtyla vivió los efectos nefandos de una razón desbocada hacia una ideología, que mutaba de un extremo al otro: del marxismo al fascismo, ida y vuelta. Una ideologización de la razón que no respetó la naturaleza del hombre, su dignidad última, y que entendió, como muy bien expusieron Heidegger y Sartre, que las reacciones constitutivas de la construcción del bien común social se legitimaban sólo con la fuerza del poder y el poder de la fuerza.
En su historia, Juan Pablo II padeció las consecuencias de un progreso marcado por la ficción de una utopía que negaba la dimensión trascendente del hombre, su apertura a la trascendencia, como nos recordó el teólogo Karl Rahner. Si la razón cercena la apertura a la trascendencia, está legitimando una salida en falso hacia el progreso tecnológico y científico que se vuelve contra el propio hombre, contra la humanidad. Juan Pablo II sabía muy bien, y no sólo por el estudio en los libros, lo que es y lo que hace la ideología con el hombre. Supo que el control de la ideología, y de sus formas estatalistas, acaba abocando la libertad, la igualdad y la fraternidad en poder, desigualdad y miedo. Juan Pablo II recogió el guante que había lanzado el giro antropológico y propuso una revolución teológica en el que la comprensión de Dios no fuese sustituía por la ideología y en el que la encarnación no se viese suplantada por la revolución. Juan Pablo II insistió en que el camino de la Iglesia es el hombre; y el hombre, el camino de la Iglesia, pero sin dialécticas ni contraposiciones falsas. Nos recordó que la unidad del género humano lo es, también, del hombre en sus dimensiones corporales, volitivas y espirituales. No podemos, por tanto, sembrar sistemáticamente la cizaña del dominio y del predominio de lo material sobre las otras dimensiones, anulándolas o eliminándolas.