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JUAN PABLO II

Un Papa que no tuvo miedo a la libertad

¿Por qué los teólogos de la muerte de Dios son los de la muerte del Papa? ¿Por qué los que no han entendido la modernidad, y sus consecuencias, no entienden a Juan Pablo II? La elocuencia del testimonio, en la vida y en la muerte de Juan Pablo II, nos sigue sorprendiendo. Sólo existe el silencio de Dios para aquellos hacen oídos sordos a la locuacidad de los signos de los tiempos. La primera palabra de Dios es la palabra, y es una palabra de vida. Juan Pablo II, en los días posteriores a su óbito, continúa alentando el soplo de la vida en el pueblo cristiano y en la humanidad. Ahí está la respuesta en los medios de comunicación de todo el mundo.

¿Por qué los teólogos de la muerte de Dios son los de la muerte del Papa? ¿Por qué los que no han entendido la modernidad, y sus consecuencias, no entienden a Juan Pablo II? La elocuencia del testimonio, en la vida y en la muerte de Juan Pablo II, nos sigue sorprendiendo. Sólo existe el silencio de Dios para aquellos hacen oídos sordos a la locuacidad de los signos de los tiempos. La primera palabra de Dios es la palabra, y es una palabra de vida. Juan Pablo II, en los días posteriores a su óbito, continúa alentando el soplo de la vida en el pueblo cristiano y en la humanidad. Ahí está la respuesta en los medios de comunicación de todo el mundo.
El cuerpo de Juan Pablo II mientras era trasladado a la Basílica de San Pedro
Me decía un joven sacerdote de Madrid, en la explanada de una catedral de la Almudena abarrotada de jóvenes, el pasado domingo: “Aquí hay vida; y lo que el Papa ha hecho es darnos vida”. Para comprender a Juan Pablo II hay que entender el giro antropológico de la ilustración y de la modernidad, y sus consecuencias para la Historia. Karol Wojtyla vivió los efectos nefandos de una razón desbocada hacia una ideología, que mutaba de un extremo al otro: del marxismo al fascismo, ida y vuelta. Una ideologización de la razón que no respetó la naturaleza del hombre, su dignidad última, y que entendió, como muy bien expusieron Heidegger y Sartre, que las reacciones constitutivas de la construcción del bien común social se legitimaban sólo con la fuerza del poder y el poder de la fuerza.
 
En su historia, Juan Pablo II padeció las consecuencias de un progreso marcado por la ficción de una utopía que negaba la dimensión trascendente del hombre, su apertura a la trascendencia, como nos recordó el teólogo Karl Rahner. Si la razón cercena la apertura a la trascendencia, está legitimando una salida en falso hacia el progreso tecnológico y científico que se vuelve contra el propio hombre, contra la humanidad. Juan Pablo II sabía muy bien, y no sólo por el estudio en los libros, lo que es y lo que hace la ideología con el hombre. Supo que el control de la ideología, y de sus formas estatalistas, acaba abocando la libertad, la igualdad y la fraternidad en poder, desigualdad y miedo. Juan Pablo II recogió el guante que había lanzado el giro antropológico y propuso una revolución teológica en el que la comprensión de Dios no fuese sustituía por la ideología y en el que la encarnación no se viese suplantada por la revolución. Juan Pablo II insistió en que el camino de la Iglesia es el hombre; y el hombre, el camino de la Iglesia, pero sin dialécticas ni contraposiciones falsas. Nos recordó que la unidad del género humano lo es, también, del hombre en sus dimensiones corporales, volitivas y espirituales. No podemos, por tanto, sembrar sistemáticamente la cizaña del dominio y del predominio de lo material sobre las otras dimensiones, anulándolas o eliminándolas.
 
Y, sobre todo, Juan Pablo II hizo visible a la Iglesia. La sospecha sistemática como método ha establecido ficticias disecciones entre Cristo, la Iglesia y el Papa. Al contrario que en la historia de la Iglesia, en la que el pecado de la infidelidad hizo que se pudieran enturbiar las relaciones entre estas tres realidades, la transparencia con que Juan Pablo II ha sido testigo del amor, de la palabra y de la obra de Cristo construyó decisivamente la Iglesia. Sin duda que la capacidad de comunicación del Papa no estaba subordinada a sus capacidades humanas, ni a una técnica más o menos depurada. La habilidad de encontrarse con el hombre, de encontrarse con cada uno y con todos, deriva de la fecundidad y de la espontaneidad de la fe que se hace vida, historia, cultura. El Papa que vino de un país lejano tenía muy claro que lo que llaman la colectividad no tiene el protagonismo de la Historia. Quiso, por tanto, contribuir decisivamente con su palabra y con su acción a que el hombre, todos y cada uno de los hombres, fuésemos protagonistas de nuestra historia. He pensado estos días que quienes no parecen entender a Juan Pablo II es porque tienen miedo a la libertad; Juan Pablo II nuca tuvo miedo a la libertad. A la libertad de espíritu y del Espíritu, a la libertad que acompaña el soplo de Dios en la vida y en la Historia.
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