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Javier Somalo

¿Quién acompaña al rey?

Quizá exista hoy un rey tratando de evitar que en la España de la rebelión secesionista gobierne un frente popular de la mano del PSOE.

La historia tiende a repetirse pero, a veces, también a parecerse. Aquella música del tardofranquismo que sonaba a fin de Régimen y a esperanza, empezó a plasmarse en letra con la Ley de la Reforma Política, octava y última de las Leyes Fundamentales del Reino –hasta entonces sin rey– entre las que estaban los Principios del Movimiento. La última Ley era la voladura del resto, pero era Ley, apenas ocupaba tres folios y la votaron y aprobaron las cortes franquistas para después ser refrendada por el pueblo español. No hizo falta revolución, entre otras cosas porque el dictador anduvo muriendo mucho tiempo y expiró en la cama. Con enormes contrastes y numerosas recaídas, la libertad se empezó a gestar en dictadura y eso es lo que más dolió –y sigue doliendo– al PSOE, que quería juerga sin riesgo. Por eso acabó pidiendo para la Ley de Reforma lo mismo que votó Pilar Primo de Rivera, la abstención, pero por motivos bien distintos. Hoy asusta ver cómo algunos pretenden emular la gesta en sentido inverso volando la Constitución, también desde dentro, casi en tono de revancha por no haber tenido protagonismo cuando todo aquello sucedió.

El bipartidismo se acabó con la abdicación del rey Juan Carlos. Eso sí, fue un bipartidismo monárquico con el PSOE republicano bajo palio y con una derecha –gobernando pero no en el poder– que jamás tuvo buena relación con la Corona más allá de la amistad o entendimiento coyuntural entre Adolfo Suárez y Juan Carlos.

Cuarenta años después, nos encontramos con un rey joven como aquel y aparentemente con ideas claras sobre la España más frágil de las últimas décadas. Estos meses he estado esperando el discurso de Nochebuena por lo difícil que me parecía el papel del rey. La dificultad se multiplicó por mil tras los resultados electorales del 20 de diciembre. Y el rey hizo su papel. ¿Hay alguien más haciendo lo propio?

No sé si atreverme a imaginar, pues, al rey Felipe como al Juan Carlos de los años 74, 75 y 76: buscando apoyos, esquivando andanadas, encargando informes, provocando reacciones y, sobre todo, rodeándose de ingenio y valía, aprovechando lo mejor o por lo menos lo más útil de cada casa. Quizá exista hoy un rey tratando de evitar que en la España de la rebelión secesionista de Artur Mas –pronto lo será del País Vasco y Navarra– gobierne un frente popular de la mano del PSOE más débil de la democracia, liderado –orgánicamente– por un político simple, ciego, soberbio y vendido al populismo que lo sostiene en el poder municipal. Algunos dirán que, de hecho, es al rey al que compete proponer gobierno pero, no nos engañemos, todos sabemos que ese precepto sólo ha servido cuando las cuentas ya estaban hechas, ya fuera por resultados electorales nítidos o por los pactos de infausto recuerdo con los que hoy y siempre han querido romper España. Si el rey lo quisiera impedir –si lo está haciendo– no será negando personalmente el paso al frente popular que parece germinar a buen ritmo sino propiciando que no se produzca. Desconozco si está sucediendo aunque el discurso de Nochebuena invita a imaginarlo. Pero insisto: ¿Hay alguien más, como entonces, fraguando una salida, o mejor, tratando de impedir la llegada del caos? Pues, de momento, sólo soy capaz de formular la pregunta.

Mariano Rajoy juega a quedarse de pie entre sus ruinas. Entorpece, retrasa y obstaculiza pero le corresponde el primer intento de formar gobierno y no parece haber manera. Y también es cierto que no todo es culpa suya porque enfrente tiene a un PSOE de miras cortas, como aquel que no quería saber nada de Juan Carlos cuando ya Santiago Carrillo se había arrepentido del mote de "El Breve". Aquel PSOE iracundo ante la legalización de un PCE que había escondido la tricolor –Carrillo volvería a ser el de la Guerra Civil en cuanto pudo– porque temía que le comiera la merienda electoral. Salvo Luis Solana y alguno más, que trataron de convencer a Felipe González de que la democracia de la mano del rey y procedente del mismísimo régimen era una realidad posible, a los socialistas orgánicos la Transición les pilló durmiendo o escondidos. Cuando despertaron o salieron de la madriguera no hacía falta revolución alguna: el Régimen había pulsado el botón de autodestrucción y fabricaba una democracia desde dentro. Así que tuvieron que guardar El Capital en el mismo baúl en el que Carrillo escondió su tricolor. Cuatro décadas después la llave de ese arcón fue a parar a Pablo Iglesias y las vergüenzas insepultas andan engalanando balcones municipales y programas electorales de los que el PSOE de Pedro Sánchez es el primer beneficiario. Aunque, seamos justos, el populista bolivariano no encontró la llave por casualidad, se la entregó en mano un presidente del Gobierno llamado José Luis Rodríguez Zapatero, origen de casi todos los males que asolaron España desde la matanza del 11-M. Pablo Iglesias es ya su digno sucesor y lo demostró en la comparecencia tras las elecciones avisando de su poder en Cataluña y el País Vasco y recordando de paso a Navarra.

La gran prueba de esta crisis posterior a las elecciones del 20 de diciembre es que, para ser gobernada, España anda pendiente de dos partidos agonizantes que quieren celebrar, retrasar o volatilizar sus respectivos congresos porque parece que en ninguno de los dos están a gusto con sus líderes. En dramático resumen: ambos partidos quieren gobernar España como antaño pero no saben con qué presidente. Quieren prolongar el Régimen más allá de los cuarenta años y parece que a toda costa. Y lo peor: a uno de ellos, al PSOE, le llueven peligrosas ofertas para que crea que es posible.

Hace pocas semanas contábamos también con un partido joven que quería ser heredero de aquella UCD de Adolfo Suárez a la que tantas veces ha invocado. Su líder pudo ser como ese Suárez que sorprendió a la derecha de Manuel Fraga saludándola desde el retrovisor cuando el gallego se veía como el único caballero posible de la democracia. Es verdad que Albert Rivera ofreció destellos de parecido político realmente convincentes y que todavía le quedan oportunidades aunque haya perdido o, al menos, malgastado la primera y más importante. Queda la sensación de que a Rivera no le hizo falta ningún Abril para agostarse sino que rebobinó mal o poco y se quedó directamente en el CDS sin pasar por la UCD. Tiempo tendrá y falta hará, si quiere, de volver a ponerse en valor. Cuarenta –otra vez esa cifra– diputados son pocos para lo que se esperaba y para lo que hacía falta pero son muchos para tener en cuenta.

¿Quién sería hoy capaz de una proeza similar a la de la Transición? Quizá suene exagerado, pues hoy la misión no es salir de una dictadura. Sin embargo, es precisamente aquella conquista de la democracia la que podría sufrir graves heridas si el empeño es perpetuarse en un sistema agotado porque –he aquí el riesgo– los que ofrecen una salida quieren jugarle la revancha al milagro de la Transición. Así que para evitarnos traumas anteriores y posteriores, espero que la historia sólo tienda a parecerse y que el rey, como entonces, esté bien acompañado.

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