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Jesús Laínz

La gran cuestión de nuestro tiempo

Por encima del pasaporte, hay vínculos mucho más fuertes: en el caso de millones de europeos de ascendencia afroasiática, su dimensión étnico-religiosa.

Por encima del pasaporte, hay vínculos mucho más fuertes: en el caso de millones de europeos de ascendencia afroasiática, su dimensión étnico-religiosa.
Cordon Press

Los hermanos Ibrahim y Khalid El-Bakraoui no eran emigrantes ni refugiados recién llegados a suelo europeo. Ambos habían nacido en Bruselas hace treinta años. Su nacionalidad fue la belga desde el día en que nacieron.

Ésta es la primera clave de la cuestión, la de que, por encima del pasaporte, hay otros vínculos mucho más fuertes entre el individuo y su comunidad: en el caso de millones de europeos de ascendencia afroasiática, su dimensión étnico-religiosa. Se ha demostrado ahora en Bruselas del mismo modo que se demostró hace once años en Londres (tres terroristas nacidos en Inglaterra y uno en Jamaica).

Como le consta que esta afirmación es políticamente incorrecta en grado sumo, este pecador pide desde ahora perdón por la blasfemia y promete flagelarse un rato, pero no querer admitir los hechos no va a eliminarlos. Entre el individuo y su condición de miembro del género humano hay muchos escalones intermedios que no tienen por qué depender de lo que diga un ordenamiento jurídico. De ello surgen resbaladizas preguntas sobre si cualquier tipo de ciudadano encaja en cualquier tipo de sociedad, sobre si las poblaciones de este planeta son intercambiables dependiendo de las necesidades macroeconómicas de cada país en cada momento, sobre las bondades e inconvenientes de la globalización de las naciones y, más concretamente, sobre si la vieja, débil y acomplejada Europa podrá sobrevivir como espacio multicultural. Si se desean respuestas a tan candentes preguntas, léase a Gibbon.

La segunda clave acaba de resumirla François Hollande en conferencia de prensa: "Estamos ante una amenaza global que exige una respuesta global". La afirmación no es exacta del todo, pues se trata de un enfrentamiento entre parte del mundo islámico, por un lado, y Europa y Norteamérica, por otro, y eso no es todo el mundo. Pero, efectivamente, el fenómeno tiene la entidad suficiente como para considerarlo de importancia planetaria. Dada la inestabilidad creciente del mundo islámico, sobre cuyas causas políticas, religiosas, económicas y militares podrían verterse ríos de tinta; dada la superpoblación, que ha convertido el mundo en un hormiguero; dado el estado de la técnica, que puede dar al enfrentamiento dimensiones apocalípticas; y dada la acelerada tendencia hacia la globalización de los estados, con la ONU y la UE como primeros escalones, el único horizonte que se le presenta al género humano es la elección entre el caos o el Estado Mundial. Un Estado Mundial que, precisamente a causa del estado de la técnica recién mencionado, sólo podría construirse a imagen y semejanza de la pesadilla orwelliana de 1984.

Ésta, junto con los problemas medioambientales, es la única cuestión a la que los verdaderos estadistas tendrán que enfrentarse en los próximos años y décadas. Todo lo demás es secundario. Es menos que secundario: es pueril. Quizá en otros países haya gobernantes capaces de darse cuenta de ello y de ponerse manos a la obra pensando, no en las siguientes elecciones, sino en las siguientes generaciones.

Pero, desde luego, abandonemos toda esperanza de que pueda suceder también en España. Porque aquí no valemos para otra cosa que para gastar todas nuestras energías, día tras día, en parlotear como cotorras borrachas sobre hechos diferenciales, federalismos asimétricos, necionalidades histéricas, derechos a decidir, inmersiones lingüísticas, memorias históricas y lenguajes no sexistas. ¡País de enanos!

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