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Jesús Laínz

La revolución o la envidia

La revolución o la envidia. Son sinónimas. También se demostró durante nuestra Segunda República.

La revolución o la envidia. Son sinónimas. También se demostró durante nuestra Segunda República.
EFE

No cometamos la cursilada de ponernos metafísicos: por regla general, la naturaleza humana no es gran cosa. Así ha sido y así lo seguirá siendo hasta el fin de los tiempos. Quien crea que puede cambiar es un cándido. Por eso los que prometen la llegada de un hombre nuevo, sea cual sea su variante, son siempre o imbéciles o malvados. O una explosiva mezcla de ambos, como aquel gran imbécil fundacional de Rousseau.

En los asuntos de la política se comprueba esta ley eterna con especial claridad. Cuanto más elevadas vuelan las palabras, más rastreros se demuestran los objetivos. Cuanto más se presume de altruismo, más vulgar acaba siendo el egoísmo. Y cuanto más radicales se anuncian los revolucionarios, más apoltronados acaban.

La historia está repleta de ejemplos, empezando por los idolatrados revolucionarios franceses, insuperables modelos de envidia y vanidad, las dos caras de la moneda del canalla. Cambacérès, por ejemplo, disfrutaba llamando "ciudadano Capeto" a Luis XVI. Pero cuando le tocó mandar en tiempos napoleónicos, exigió ser tratado de "Alteza Serenísima". También se distinguió el sin par Fouché, que pasó de implacable exterminador de aristócratas a duque. Por no hablar del exitosísimo mariscal Bernadotte, con el que comenzaría la dinastía actualmente reinante en Suecia al ser alzado inesperadamente al trono vacante. No fue mal colofón para quien se había tatuado en el pecho, en su regicida juventud, la frase Mort aux rois. ¡Tanta ansia de igualdad para acabar imitando la distinción de sus antiguos enemigos, viviendo en castillos y fabricándose escudo de armas!

"Di un puñetazo, no porque alguien de mi situación socioeconómica se vea muchas veces en esa situación, sino porque estábamos en un centro social, en El Laboratorio, y un grupo de lúmpenes, pues eso, gentuza de clase mucho más baja que la nuestra, intentó robar una mesa de mezclas", ha dejado para la posteridad Pablo Iglesias.

La revolución o la envidia. Son sinónimas. También se demostró durante nuestra Segunda República, cuando, abiertas de par en par las compuertas del gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, se distribuyeron miles de cargos entre incompetentes ávidos de poder, dinero y venganza, empezando por algunos madrugadores que, el mismo 14 de abril, se apresuraron a asegurarse cochazo y chófer para pavonearse por Madrid.

Al fin y al cabo, tanto ayer como hoy, el revolucionario no es más que el que aspira a ser casta. Y nunca dejará de ser así, pues el ser humano es lo que es, y siempre seguirá siéndolo, lo que hace que las cosas de la política también sean siempre las mismas.

En España lo estamos viendo de nuevo, aunque disfrazado con maneras, eslóganes, ropajes y peinados puestos al día. La clave del rencor disfrazado de progresismo es que sus apóstoles odian a los ricos y a los poderosos, pero no a la riqueza y al poder, como lo demuestra el hecho de que, en cuanto tienen ocasión, se lanzan de cabeza a chapotear entre billetes y a ejercer el poder con mayor vanidad y prepotencia que aquéllos a los que envidiaron.

"¡Un respeto, que yo tengo una carrera y usted no!", acaba de advertir el Kichi.

Bien poco han tardado estos nuevos caudillos de la famélica legión en mostrar la madera de la que están hechos: no han hecho más que pisar moqueta y ya se empiezan a conocer docenas de casos de enchufes, sueldazos, subvenciones, donaciones, patrocinios, ocultaciones, fraudes, dedazos, financiaciones, vanidades, frivolidades, privilegios y demás atributos de los ávidos de poder. ¡Y lo que nos queda por ver! Nos ahorraremos los nombres y los ejemplos por ser de sobra conocidos y por aparecer uno nuevo casi cada día. Además, a cientos de comunistas de tropa y a unos cuantos de ésos a los que las lenguas sin pelos siempre les han llamado "chusma", Podemos ha venido a rescatarlos de su eterna frustración por no poder ganarse la vida en política. Por eso, y nada más que por eso, ha fagocitado a Izquierda Unida.

Otro dato significativo: se supone que una de sus señas de identidad es la crítica a la desmesurada casta política, a la que achacan el despilfarro y la ineficacia de las instituciones. Y, sin embargo, de sus labios nunca ha salido una sílaba de crítica al Estado de las Autonomías, principal causa del ineficaz despilfarro y gran abrevadero de la casta. De hecho, sus flamantes representantes ya lo están succionando a dos carrillos.

Pero no todo es culpa de ellos, pues han aprendido de excelentes maestros: todos aquéllos que, durante décadas y en las instituciones en teoría más respetables, desde la Casa Real y la cueva de Alí Babá de la calle Génova hasta los ayuntamientos, pasando por gobiernos, tribunales y sindicatos, han tenido por lema el castizo "¡Tonto el último!".

No es de extrañar que, ante este panorama, millones de personas, asqueadas de la pestilencia general y ansiosas de venganza, se vayan encantadas tras el primer flautista que les prometa barrer las ratas. Lo que no pueden ni imaginar es que la pestilencia que han traído con sus votos es todavía peor. Ya se arrepentirán, como siempre. Pero mientras tanto nos habrán obligado a todos a soportarlo. Quizá por ahora sólo en el Parlamento si Pedro Sánchez es capaz de tener un momento de lucidez. Pero si Podemos no alcanza ahora el gobierno, ya lo alcanzará en otra ocasión, pues, debido a la creciente licuefacción cerebral de los españoles, a la izquierda no le espera otro destino que seguir escorándose cada vez más hacia la izquierda. Vayan tapándose la nariz.

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