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Jesús Laínz

Urnas a contrarreloj

En los próximos años el voto no separatista descenderá con brusquedad, mientras que el separatista, sembrado incesantemente desde parvulitos, no puede dejar de crecer.

En los próximos años el voto no separatista descenderá con brusquedad, mientras que el separatista, sembrado incesantemente desde parvulitos, no puede dejar de crecer.
EFE

Proliferan los optimistas que consideran que el separatismo catalán está acabado y que el golpe de Estado de octubre fue su última bala. ¿Sus argumentos? El encarcelamiento de varios dirigentes por graves delitos, el ridículo internacional de los fugados, el desprestigio provocado por la corrupción generalizada de los jerarcas catalanistas, la antipatía de una UE que no quiere inestabilidad, los problemas económicos que no han hecho más que empezar con la fuga de numerosas empresas y el despertar de la respuesta al pensamiento único catalanista que se ha plasmado en la victoria pírrica de Ciudadanos y la parodia tabarnesa.

Razón no les falta, indudablemente, y el tiempo dirá lo que efectivamente vaya cambiando en la sociedad catalana, pero hay otros hechos que conviene no olvidar. En primer lugar, la escasa atención que cientos de miles de votantes prestan a dichas cuestiones. ¿Encarcelamiento de dirigentes? Lejos de aplacar las ansias separatistas, las aviva porque incontables fanáticos se empeñan en considerarlos presos políticos. ¿Ridículo de los fugados? Al revés: los perciben como héroes. ¿Corrupción? Prefiero que me roben los gobernantes de Barcelona a que lo hagan los de Madrid. ¿La oposición de la UE? Ya cambiará de opinión cuando compruebe nuestra voluntad inquebrantable de construir un nuevo Estado. ¿Problemas económicos? Ya irán solucionándose con el paso del tiempo. Además, ¿qué importancia tiene un puñado de euros frente a la liberación de la patria oprimida? En cuanto a la victoria de Ciudadanos, ¿hace falta recordar que el voto separatista, aunque dividido en varios partidos, sigue siendo mayoritario? Y Tabarnia no es más que una payasada de perdedores enrabietados que no tardará en aburrir y que demuestra que contra el ideario nacionalista no caben argumentos serios.

En segundo lugar, veremos qué sucede en las próximas elecciones generales. Si las gana el PP, nos espera más de lo mismo: la nada. Si las gana la izquierda, con un Gobierno de coalición Sánchez-Iglesias, ya podemos ir subastando España. Y si las gana Ciudadanos, que obviamente debería gobernar en colaboración con el PP o el PSOE, no parece que tampoco haya demasiadas esperanzas de un cambio de rumbo.

Además, todos estos no son más que asuntos pasajeros que no afectan al fondo del problema, mucho más difícil de remover. Pues el adoctrinamiento nacionalista, efectuado sin interrupción desde que lo diseñara el Honorable Gran Timonel, no se anula con un par de encarcelados y un par de votaciones. Está enquistado de tal modo en varias generaciones que, en el mejor de los casos, habrán de transcurrir otras tantas libres de adoctrinamiento totalitario para que empiecen a cambiar las cosas.

Hoy ya no son los intereses económicos de la burguesía, aquel primer motor del catalanismo hace un siglo, los que dirigen el movimiento secesionista. Las masas se han echado a la calle, y a esas masas no les mueve tanto la avaricia como el furor nacionalista. Cuando arrancó el nacionalismo en torno al Desastre del 98, el factor esencial fue la cartera. Hoy, por el contrario, tras tantas décadas de lavado de cerebro, lo que pesa es la bandera. Y no se olvide que las bases nacionalistas, envenenadas por intelectuales, profesores, curas y periodistas, son mucho más radicales que sus acomodados gobernantes.

Por otro lado, no olvidemos el hecho demográfico. Porque es evidente que la opción separatista es minoritaria entre los catalanes nacidos en otras provincias españolas y llegados a la industrializada Cataluña en busca de trabajo. Pero con sus hijos y nietos no sucede lo mismo, ya que el rodillo envenenador en aulas y medios durante cuatro décadas ha conseguido que se desprecien a sí mismos, que desprecien su origen familiar y una nación de la que reniegan.

A esa tenaz labor de los separatistas hay que añadir la inestimable ayuda de una izquierda que, convencida de que la rebelión contra España formaba parte de la revolución social, persuadió a muchos de sus seguidores charnegos de que, mientras que ellos eran víctimas socioeconómicas del régimen franquista, los catalanes eran víctimas culturales. Por ello había que hacer causa común contra el franquismo, es decir, contra España, a los que, con abismal ignorancia, se proclamó sinónimos. Y así se consiguió la fusión del internacionalismo marxista con el nacionalismo aldeanista, absurdo político que sigue siendo hoy, cuarenta años después de Franco, el principal problema político de una España en perpetuo cuestionamiento de sí misma. Por no hablar de los llamados nous catalans, esos recién llegados desde lejanos continentes que, sin tener la menor idea de qué va la cosa y sin ni siquiera hablar español ni catalán, se han apuntado a la moda separatista confiados en el Edén que les han prometido sus subvencionadores.

Hagamos, generalizando bastante, el retrato robot del emigrante del resto de España en Cataluña: una persona nacida en la postguerra (aproximadamente en la década de los 40) que, al llegar a su veintena (aproximadamente en la década de los 60), se instaló en Cataluña. Allí tuvo sus hijos, precisamente los del baby boom, muchos de los cuales forman parte hoy de los cuadros dirigentes del separatismo. Y de sus pobres nietos, mejor ni hablar. Dado que la esperanza de vida en España está en torno a los ochenta años, buena parte de aquellos miles de emigrantes está falleciendo y fallecerá en torno a la década de los 20. Es decir, precisamente ahora. Por eso en los próximos años el voto no separatista descenderá con brusquedad, mientras que el separatista, sembrado incesantemente desde parvulitos, no puede dejar de crecer. Lo mismo que en Valencia y Baleares, piezas esenciales en la estrategia pancatalanista a largo plazo.

Ya lo advirtió Josep Maria Batista i Roca, presidente del Consell Nacional Català en el exilio, cuando en 1973 señaló entusiasmado el hecho clave que habría de facilitar la secesión de Cataluña en un futuro no lejano:

En las Tierras Catalanas aumentamos de población ganando no-catalanes. En las Tierras Castellanas disminuyen de población perdiendo castellanos. Lo esencial es el balance demográfico final entre unos y otros, y su repercusión en la infraestructura demográfica del sistema de fuerzas centrífugas y centrípetas periféricas y centrales.

Impecable argumento para la época de la mitad más uno convertida en verdad.

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