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José García Domínguez

El patriota que amaba los canapés

La honestidad intelectual siempre ocupa la tumba del primer caído en combate cuando anda el nacionalismo de por medio.

En su ingenuidad algo autista, uno pensaba que la figura del escritor comprometido, aquel legendario arquetipo brechtiano que en España encarnaran al alimón Vázquez Montalbán y don Fernando Vizcaíno Casas, ya era un asunto exclusivo de las hemerotecas y las librerías de lance. Pero va a ser que no. Pues, al parecer, ocurre que cierto Sánchez Piñol, gloria doméstica catalana que en su día publicó una novelita sobre la Guerra de Sucesión, está siendo víctima de la represión feroz del Gobierno de España, que se niega a pagar los canapés en los saraos de presentación de su obra en los Países Bajos. Y es que, como nadie ignora, entre las obligaciones inexcusables de todo Estado de Derecho figura emplear el dinero de los contribuyentes en la difusión internacional de los libelos propagandísticos que persigan su descrédito por la vía de las más burdas manipulaciones históricas.

Así, el represaliado Sánchez, un epígono vernáculo de Marcial Lafuente Estefanía con pretensiones de Ken Follett, acaba de volcar en La Vanguardia su airado "J'accuse" para que el mundo sepa cómo se las gasta el siniestro Madrit. Pataleta, la de nuestro contrariado pesebrista ambidextro, que no merecería mayor atención si no fuera porque en ella Sánchez va inventariando, una a una, todas las falacias mitológicas que constituyen el esqueleto del relato victimista, la argamasa moral que da forma al discurso del catalanismo político contemporáneo. Al cabo, el genuino drama de la Cataluña de hoy es que los supremos albaceas de su memoria colectiva ya no responden por Vicens Vives o John Elliott, sino que ahora se hacen llamar Sánchez Piñol, Joan B. Culla, Jaume Sobrequés y eminencias por el estilo.

Nadie se extrañe entonces si el erudito Sánchez ilustra a los lectores de La Vanguardia explicándoles que, bajo el Antiguo Régimen, esto es siglos antes de que fuera inventado el Estado-nación por los revolucionarios franceses de 1789, España constituía una "confederación". Hablar de confederaciones interestatales en la Baja Edad Media es algo así como mentar los limones dulces, los helados hervidos, las pelotas cuadradas o las calvicies frondosas. Pero justamente eso es lo que se enseña a los niños en las madrasas del país petit desde hace más de un cuarto de siglo. Unos niños crónicos, los mismos que harán bulto en la V del próximo jueves, a quienes los Sánchez de turno han hecho creer que la mítica Cataluña a "restaurar" constituyó nada menos que una democracia.

Nadie les ha contado –ni les contará– que en aquella Icaria feliz únicamente 90 plebeyos tenían derecho a postularse para ocupar una de las tres plazas de diputado de la Generalidad. Privilegio exclusivo que compartían con 137 miembros del estamento nobiliario y 34 clérigos. En total, solo 530 personas entre toda la población de Cataluña podían aspirar por sus fueros a formar parte de los órganos de la Generalidad. ¡Y a eso le llaman la primera democracia del mundo! Dicen que la víctima más madrugadora de las guerras es la verdad. Y con el nacionalismo ocurre algo muy parecido: la honestidad intelectual siempre ocupa la tumba del primer caído en combate. Pobrecito Sánchez, el malvado Madrit no le quiere pagar los canapés.          

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