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José García Domínguez

¿Qué hay que hacer en Cataluña?

Cuanto más y más rota esté Cataluña, más posibilidades tendremos de ganarle la partida al carcelero Torra.

El carcelero Torra, ese mismo cipayo que se niega a liberar del yugo español a los presos políticos de la República Catalana ahora sometidos a su personal y exclusiva custodia colonial, en lugar de hacer efectiva la independencia de Cataluña proclamada no hace tanto por el Parlament, se entretiene estas vísperas aprobando apocalípticas mociones donde se anuncia la muy fiera voluntad de hacer efectiva la secesión, esa misma secesión que bajo ningún concepto ha concedido consumar él ni en broma. Ni ahora ni antes ni después ni nunca. Cantinflismo retórico se llama la figura, y es un clásico entre los Garibaldis de tertulia de robótica y mesa camilla como el sufrido carcelero Torra. El procés, inmenso farol que estuvo a punto de terminar en tragedia por culpa de la frívola inconsciencia del Gobierno al permitir que una fuerza armada de 17.000 efectivos siguiera en todo momento bajo control de la Generalitat, va camino, como tantas cosas en Cataluña, de derivar en otra payasada escénica más, el enésimo simulacro insurgente carente de contenido efectivo alguno al margen de la charlatanería incendiaria de rigor. Y es que, sin necesidad siquiera de esperar a disponer de cierta perspectiva histórica, lo que comienza ya a estar claro es que el viejo problema catalán está resuelto. Y no por efecto de la política, por cierto, sino por el muy silencioso de la demografía.

A fin de cuentas, si algo ha dejado claro el intento de sedición del del 1-O es que la transformación radical de la sociedad catalana que forzaron las migraciones peninsulares de la década de los sesenta conllevó una mutación de calado ya irreversible. Irreversible para siempre jamás. Sin aquel cambio, ni el célebre discurso del Rey hubiera servido para nada ni tampoco el 155 hubiese salvado a última hora los muebles del orden constitucional en la plaza. Porque la Cataluña que hacía llenar páginas repletas de angustia a Azaña y a Ortega, simplemente, dejó de existir, y de un día para otro, hacia 1960. La historia del fracaso del golpe es la historia del definitivo certificado de defunción de aquella Cataluña imaginada. El problema catalán, pues, ya no existe en puridad. Lo único que ahora existe es el problema catalanista, una querella cerril que se circunscribe a un muy raspado 50% de la población. Una mitad del censo, la supremacista, que deposita todas sus esperanzas en una palabra, la palabra negociación. Los separatistas están convencidos de que Madrid, más pronto o más tarde, se prestará a que haya una negociación.

Y es probable que no se equivoquen. A medio y largo plazo, bastante probable incluso. El escenario final de la negociación no hay que descartarlo. De ahí que lo más inteligente y desalentador para ellos sea mantener y agudizar en la medida de lo posible el actual escenario de fractura interna, de abierta confrontación dentro de la sociedad catalana. Puesto que Madrid terminará plegándose al mantra del diálogo, procede hacer todo lo posible para que ese diálogo tenga que ser interno, entre catalanes, y no de una mitad de ellos con las autoridades de la nación toda. La convivencia aquí, en Cataluña, está rota. Rota y bien rota. Pero urge romperla más aún. Cuanto más, mejor. Porque cuanto más rota esté esa hipócrita ficción impostada, más imposible devendrá para los Gobiernos de Madrid seguir ignorando como eventuales interlocutores a la mitad de los catalanes, los no enfermos de nacionalismo. Cuanto más y más rota esté Cataluña, más posibilidades tendremos de ganarle la partida al carcelero Torra. Aunque únicamente fuera porque resulta mil veces más digno vivir en el Ulster que en el gueto.

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