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José T. Raga

Una apelación a los principios

La desigualdad es consecuencia de los atributos que acompañan al ser.

Renunciar a los principios para refugiarse en las conveniencias del momento, en lo popular o en lo que dé más votos convierte a la humanidad en un rebaño trashumante y errático, aunque nadie osará salirse de él.

Así ocurre cuando la humanidad se deja manipular; de modo que todas las merinas congregadas seguirán al carnero adalid, con razón o sin ella, es decir, con fundamento o sin él. El origen de la perversión a la que me quiero referir, al menos formalmente, lo situaría yo en la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, del presidente Zapatero, que, como reza su enunciado, se promulgó "para la igualdad efectiva de hombres y mujeres", considerando el legislador, con olvido de principios inamovibles, que sólo gracias a su ley los hombres y mujeres serían iguales.

¿Alguien se atreve a decir lo contrario? Ahí empieza ese lenguaje sexista, hoy en aberrante uso, de "vosotros y vosotras", cuando todos están reunidos en una misma asamblea, etc. Ahí está la primera acepción del verbo feminizar como "dar presencia o carácter femenino a algo o a alguien. Decidieron feminizar de manera equitativa el Consejo".

Así las cosas, la señora vicepresidenta de la Generalidad valenciana ha destacado el esfuerzo de Ford por feminizar la plantilla de su planta de Almussafes. Nada tengo que decirle yo a Ford de cómo debe ser su plantilla, pues si sobrevive en un mundo competitivo es porque será eficiente, es decir, con elevada productividad. Y eso con hombres o con mujeres, sin exclusión.

La Ley de Igualdad no pudo hacer a las mujeres iguales a los hombres; nadie tiene capacidad para ello. El hombre y la mujer, por su propia naturaleza, son iguales. Nadie les concede esta igualdad, porque les pertenece en cuanto que personas, así como que todos tienen los mismos derechos fundamentales; sin que el señor Zapatero pudiera arrogarse tal concesión.

La Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, en su artículo primero, declara: "Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos". Un texto indubitadamente declarativo y no constitutivo, porque allí, en diciembre de 1948, sí que había principios.

Platón y Aristóteles, Cicerón después y la Escolástica, entre muchas corrientes filosóficas, subrayan que los hombres son esencialmente iguales; en lenguaje aristotélico, son substancialmente iguales, añadiendo que, accidentalmente, todos son diferentes, hombres entre sí, mujeres entre sí y hombres y mujeres como conjunto. La desigualdad es consecuencia de los atributos que acompañan al ser.

Lo que Zapatero pretendía es que los hombres, también en lo accidental, sean iguales: tontos y listos, trabajadores y holgazanes, todos iguales. En aras de esa igualdad, yo le pido a la ley ser proclamado campeón del próximo torneo de tenis de Wimbledon.

¡Qué barbaridad! ¡Cómo vamos a ser todos igual, en todo! Y si no fuéramos reconocidos iguales en derechos fundamentales, acúdase a los tribunales, incluso a Estrasburgo.

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