Por ello rechazaba de raíz el intento de normalizar la situación mediante unas elecciones, según proponían los monárquicos. La propia Monarquía debía hundirse, tras haber amparado una dictadura a la que de pronto pintaba con las más negras tintas: "Un régimen de absoluta anormalidad", cuyos métodos "anormales nadie, así, de pronto, podrá recordar haber sido usados nunca (…) en todo el ámbito de la historia, incluyendo los pueblos salvajes. Sólo el que tiene una idea completamente errónea de lo que son los pueblos salvajes puede ignorar que la situación de derecho público en que hemos vivido es más salvaje todavía, y no sólo es anormal con respecto a España y al siglo XX, sino que posee el rango de una insólita anormalidad en la historia humana. Hay quien cree poder controvertir esto sin más que hacer constar el hecho de que la dictadura no ha matado. Creer que el derecho se reduce a no asesinar es una idea del derecho inferior a la que han solido tener los pueblos salvajes".
Todo esto, "hablando en serio y con todo rigor". Por tanto, no podía ni pensarse en pasar por alto aquella gran viltá y volver sin más a la "normalidad", como pretendían Berenguer y el rey. Nada de eso. La Monarquía debía darse por abolida y construirse un nuevo Estado.
Todos los estudiosos concuerdan en la extraordinaria repercusión del artículo, formador de amplia opinión pública prorrepublicana entre las clases medias. Rara vez, sin embargo, se ha analizado el contenido mismo del artículo. Ortega enfocaba no sólo la dictadura, sino la historia completa de España –"anormal", a su juicio–, con arreglo a un concepto de "normalidad" perfectamente nebuloso y de nulo valor analítico. Los filósofos rara vez han sido linces en política, y Ortega, desde luego, no fue la excepción. Pensaba, en un alarde de ingenuidad, formar una Junta Magna de ciento cincuenta o doscientas personalidades selectas de la política, el capital, los sindicatos, la universidad y la prensa, para diseñar el nuevo Estado.
Esa nebulosidad conceptual le impedía ver, por ejemplo, que los métodos "anormales" de Primo habían resuelto, con escasa violencia y sorprendente facilidad, aquellos problemas insolubles para los políticos anteriores que habían llevado el país al borde de una crisis revolucionaria: el terrorismo anarquista, el golpismo socialista, la rebelión del Rif, la confabulación separatista… Le cegaba a la evidencia de que tanta "anormalidad" había cortado la convulsión permanente de los últimos años de la Restauración e impulsado un progreso económico y una modernización social sin precedentes.
Hace falta mucho radicalismo hueco para desdeñar tales logros, en lugar de construir sobre ellos. Pero éste es un rasgo también muy extendido entre la intelectualidad española. Decía Josep Pla, de Cataluña:
"En este país hay una forma cómoda de llevar una vida suave, tranquila y regalada: consiste en afiliarse al extremismo (…) En todo el mundo, las posiciones extremas de la política se mantienen por la gente más abnegada, más idealista, más romántica. En nuestra casa, el cercado extremista está poblado de escépticos, individualistas, pedantes y despistados".
En Cataluña y en el resto de España, por lo menos entonces, como deja bien patente el célebre artículo, quizá el más influyente y también el más necio que nunca escribiera Ortega, y del que tendría abundante ocasión de arrepentirse.
Todavía menos examen suelen dedicar la mayoría de los historiadores a otra manifestación premonitoria: el discurso 'Tres generaciones del Ateneo' con que Azaña, ya comprometido en el golpe acordado en el Pacto de San Sebastián, inauguró el curso académico del Ateneo de Madrid. Este discurso, quizá el menos citado de Azaña, es seguramente el más esclarecedor de su trayectoria republicana, pues rara vez un político ha expuesto con tanta claridad las líneas maestras de sus proyectos, confirmadas luego rotundamente por los hechos.
Como Ortega, Azaña tenía por desastrosa la historia de España y aspiraba a reconducirla arrasando la herencia de los siglos. Afirmó: "Ninguna obra podemos fundar en las tradiciones españolas"; y las comparó con la sífilis. Se proponía, por tanto, llevar a cabo "una vasta empresa de demoliciones" de aquella herencia, sin especial preocupación por los resultados o por el futuro, pues éste "no me importa. Tan sólo que el presente y su módulo podrido se destruyan". Tampoco le asustaban otras posibles consecuencias: "Si agitan el fantasma del caos social, me río". Y aclaró: "No seré yo quien siembre desde esta tribuna la moderación". No se trataba de simple retórica, debemos insistir, pues aquellas expresiones gobernaron sus actos hasta la Guerra Civil, aunque los enmascarase a veces con frases más suaves.
También trazó la estrategia para alcanzar sus objetivos demoledores. Se trataba de establecer una vasta alianza entre lo que llamaba "la inteligencia republicana" y "los gruesos batallones populares", es decir, los socialistas y posiblemente los anarquistas, a fin de eliminar cualquier resistencia de la derecha, mirada como representante de la sifilítica herencia española. La derecha sería siempre el enemigo principal, el enemigo que abatir en todo caso, para lo cual podían admitirse incluso alianzas que en principio repugnaban a Azaña, como la de los separatistas o los comunistas. Tal postura resaltaría muy vivamente en la actitud del alcalaíno ante el éxito electoral de las derechas en 1933, ante la revolución del 34 o ante el Frente Popular, como iremos viendo.
Asombra, realmente, la concordancia entre los propósitos expuestos por Azaña en el otoño de 1930 y las líneas generales de su actuación posterior. Por eso el discurso del Ateneo debe considerarse un documento absolutamente iluminador, sin el cual muchos sucesos se vuelven ininteligibles. También cabe observar aquí una constante de la izquierda española, que en el siglo XXI ha vuelto a aliarse con el separatismo y el terrorismo a fin de aislar y reducir a la impotencia la derecha democrática.
Y al igual que en el caso de Ortega, destaca ese carácter zascandil que Pla adjudicaba a los extremistas catalanes, manifiesto en la ignorancia de con quién se jugaba los cuartos. Azaña y los demás republicanos de izquierda desconocían casi todo sobre la ideología marxista y sus potencialidades políticas: de otro modo habrían comprendido que la idea de una "inteligencia republicana" dirigiendo a tales aliados no pasaba de ser una quimera. Máxime cuando, como el mismo Azaña comprendería y denunciaría amargamente, aquella inteligencia iba a resultar escasísima.
Una y otra vez serían los "gruesos batallones populares" quienes desbordasen y arrastrasen a los presuntos inteligentes, pese a lo cual nunca supieron éstos cambiar su estrategia, tan obsesionados estaban con la "demolición" del enemigo derechista. Sólo serían capaces de oponerse con violencia a los anarquistas, pero sólo porque desde el principio éstos hicieron la vida imposible a los republicanos, llevándoles al derrumbe político en 1933, con ocasión de la matanza de Casas Viejas.
Acorde con su estrategia extremista y en el fondo disparatada, Azaña exhibía una ideología reminiscente del despotismo ilustrado: la República, insistió reiteradamente, sería para todos los españoles, "pero gobernada por los republicanos", por los inteligentes. De ahí que no aceptase la victoria electoral de las derechas, entre otras actitudes posteriores. Los numerosos hagiógrafos de Azaña insisten en presentarlo como demócrata y moderado, a pesar de sus palabras y, sobre todo, de sus hechos, componiendo una historiografía ilusoria y beata, sin el menor nervio crítico.
Tiene interés, como contraste, señalar brevemente la posición de otro personaje que iba a influir en los destinos de la República: Francisco Franco. Conocemos su actitud por una carta escrita a su hermano Ramón, participante en el fallido golpe militar republicano de diciembre de 1930, y obligado por ello a exiliarse. Francisco, totalmente en desacuerdo con su hermano, le explica:
"Lo que podía encajar en el cuadro de mediados del pasado siglo es imposible hoy, en que la evolución razonada de las ideas y los pueblos, democratizándose dentro de la ley, constituye el verdadero progreso de la patria, y que toda revolución extremista y violenta la arrastrará a la más odiosa de las tiranías".
Siendo éste un documento íntimo, no destinado a exhibición propagandística, tiene interés especial, y sin embargo, nuevamente, recibe nula atención de los historiadores de izquierdas (no así de otros más serios, como Ricardo de la Cierva o Luis Suárez). La carta indica que Franco percibía la debilidad de la Monarquía y aceptaba en principio una democracia, incluso republicana, siempre que llegara en orden y sin riesgos revolucionarios.
Como en el caso de Azaña, podemos preguntarnos si los hechos correspondieron a las palabras. Opino que sí. Franco respetó la República y la defendió de la intentona revolucionaria del 34. En rigor, fue el último en rebelarse, y cuando lo hizo ya no existía legalidad republicana o democrática digna de ese nombre. Claro que tampoco creía él ya en la posibilidad de una democracia en España, pero esa es otra historia.
UNA VISIÓN CRÍTICA SOBRE LA REPÚBLICA Y LA GUERRA CIVIL: La importancia actual del pasado – Errores de detalle – Los enfoques sentimentales – El enfoque moralista – El enfoque marxista – Historiografía de derecha – Los antecedentes de la guerra – Causas del fracaso de la Restauración – El fracaso de la Restauración y sus consecuencias – Tres ciclos históricos – El legado de la dictadura de Primo de Rivera – El Pacto de San Sebastián.