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LIBRERÍA DE VIEJO

Una lección inolvidable

En mi artículo "Un indignado escéptico" me referí a Julio Aníbal Portas, el escritor y periodista que fue mi maestro en el arte de razonar. Cuando apareció mi ensayo Contra la corriente, Portas me dedicó un apólogo, cordialmente cáustico, en cuya conclusión reproducía parte de mi texto para demostrar hasta qué extremo mi pretensión didáctica chocaba con su sabio escepticismo.

En mi artículo "Un indignado escéptico" me referí a Julio Aníbal Portas, el escritor y periodista que fue mi maestro en el arte de razonar. Cuando apareció mi ensayo Contra la corriente, Portas me dedicó un apólogo, cordialmente cáustico, en cuya conclusión reproducía parte de mi texto para demostrar hasta qué extremo mi pretensión didáctica chocaba con su sabio escepticismo.

El apólogo me lo entregó personalmente, mecanografiado y sin firma, por lo cual incluso podría haberme apropiado de su autoría. Para no abochornarme, quiso que la lección quedara entre nosotros dos. Hoy, cuando Portas no está entre nosotros desde hace muchos años, y cuando creo haber asimilado su inolvidable lección, me enorgullece reproducirlo, confirmando que yo fui el destinatario de su ironía. Se trata de una perla que no puede quedar relegada al olvido. Hela aquí.

Querido profesor:

Por la presente hago renuncia a los cursos de guitarra eléctrica que venía realizando con su apreciada colaboración.

Motiva mi decisión un suceso que paso a explicar. Vino estos días a visitarme un joven nuevo. Me informó que había miles de niños hambrientos y que se iniciaba una gran tarea para terminar con esa situación. Le dije que me adhería moralmente pero él me advirtió que lo que se quería era mi colaboración directa y personal. Hablé de mi curso de guitarra y expliqué que carecía de tiempo y vocación para otras tareas. Me dijo que mis argumentos carecían de base y que debía ir a cortar caña porque eso era lo que realmente hacía falta. Ante mi objeción de que con uno más o uno menos la cosa no cambiaba, reconoció que era así pero que eso me convertiría en un mal ejemplo y sembraría el desaliento en los demás. Su información final fue que si yo no tiraba la guitarra al río la tirarían ellos, y a mí detrás con una piedra al cogote. Como siempre he tenido proclividades intelectuales reflexioné que se trataba de un argumento con bastante fuerza. Abandono, pues, la guitarra eléctrica.

Confidencialmente, debo decirle que la experiencia no es nueva para mí. En tiempos de Ramsés II, también me visitó otro joven. Había niños hambrientos y la idea era la de levantar una pirámide o algo parecido para que el dios Rha, halagado por el homenaje, solucionara la situación. Traté de esquivar el compromiso de ir a trabajar a la pirámide con el argumento de que estaba ensayando unos efectos de percusión con colas secas de cocodrilos. Me mostraron el Nilo y me dieron a elegir: a las pirámides o al charco. Desde luego, opté por las pirámides. Morí de caquexia pero con el consuelo de ver la obra bastante adelantada.

Entiendo que algo no debió de funcionar porque alrededor de los años 60 (d. C.), un joven que se titulaba cristiano o algo por el estilo me informó que había miles de niños que lo pasaban mal y que debía abandonar mis estudios de cítara para ayudar a terminar con ese incordio. Ante mis renuencias y la mención de que Rha ya había fracasado en el tema, me dijo que ése no era el dios verdadero y que éste sí. Se me escapó una sonrisa en bastardilla, mas cuando me mencionaron una institución que con el tiempo se llamaría el Santo Oficio, me puse serio y marché. Me comieron los leones en el circo, pero los cristianos triunfaron. Sostenían que todos los hombres son iguales y gritaban "Amaos los unos a los otros". Como aparecieron algunos refractarios, los mandaron a la hoguera. De todos modos la cuestión de los niños, según se vio luego, no terminó de arreglarse.

Hallándome en la América del Norte, para 1776, me dediqué a la flauta traversa, de la que siempre conservo delicados recuerdos. No progresé mucho. Se me planteó la cuestión de unos niños hambrientos. Dije lo que sabía por experiencia y pude informarme de que ya eran anticuadas las metafísicas religiosas y que la cuestión tenía arreglo si triunfaban la libertad, la independencia y la autodeterminación de los pueblos. Una pistola en los dientes me convenció de la vigencia de los nuevos valores y de que era inminente el arreglo de los problemas de los niños. Crucé el Potomac –o el Appomatox– animando a los míos con la flauta traversa y a los sones del Yankee Doodle y ahí nomás me mató un mercenario que llevaba escrito en el morrión Ich Dien. La causa de la autodeterminación de los pueblos triunfó. Me dicen que los norteamericanos de hoy están quemando vivos a los chicos de Indochina para imponerles el mejor gobierno, pero estimo que se trata de ínfimos detalles en los que sólo se fija la gente aficionada a escupir asados ajenos.

Varios años después, en París, cuando ensayaba unas gavotas en el clavecín, instrumento de grandes méritos y mucho contento, vino a verme un joven. Me habló de un tema recién salido a la luz: los niños hambrientos. Era este joven un tipo descreído. Dijo que todo lo que yo había comprobado eran puras monsergas. Ni la religión ni la política podían traer soluciones. La razón pura era la que demostraba que los hombres nacen y permanecen libres e iguales y que no haberlo reconocido era la fuente de todos los males, y que había que derribar a la nobleza privilegiada. Nunca creí que los hombres fueran ni libres ni iguales, pero cambié de idea cuando me describieron un invento del doctor Guillotin. Me mataron en la toma de la Bastilla que fue, dicen, un suceso que puso fin a las injusticias.

En 1860 (circa) me explicó el joven de turno que la permanencia de la esclavitud de los negros era la causa de la mala situación de miles de niños. Con su explicación y un fusil Springfield asestado en las costillas me convencí de la verdad del aserto y tiré mi banjo al Mississippi para ir a morir en Gettysburg. Tuve el consuelo de oír hablar a Lincoln que, distraídamente parado sobre mi tumba, dijo aquello de que habíamos muerto "por el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo", ingenioso galimatías que jamás llegué a entender del todo pero que sonaba casi tan lindo como mi banjo.

Todos estos sucesos llevaron a escasos resultados. Los niños seguían tan mal como siempre y para 1917 abandoné mis ensayos en el estilo New Orleans y tocando la Internacional en un trombón a varas caí ametrallado en el asalto al Palacio de Invierno. Debo reconocer que en esta ocasión la cosa fue distinta. Era el triunfo de la ciencia: liberadas las trabas de la producción los hombres pasarían del reino de la necesidad al reino de la libertad.

Fue un triunfo rotundo. Pero cincuenta años después se demostró que había relapsos contumaces. Los disidentes irrecuperables recibieron un tiro en la nuca y en sucesivos perfeccionamientos fueron sometidos al shock eléctrico y a la lobotomía. Insinué algunas reservas sobre estos procedimientos hasta que me explicaron que los niños hambrientos merecían todos los sacrificios. Argüí que si todos los niños se salvaban el problema estaría decuplicado en poco tiempo. Todo estaba previsto: trabajando doble jornada y reduciendo el consumo al mínimo, a nadie le faltaría nada.

Los planes quinquenales funcionaron muy bien y las cosas hubieran ido a pedir de boca si no hubiera sido porque la necesidad de conquistar la Luna obligó a postergar las soluciones por diez generaciones más.

Que yo sepa, las cosas quedaron en la buena senda. Cuando se resolvió conquistar las galaxias, hubo checoslovacos y húngaros que se expresaron en contra, sin pensar que eso, aunque llevara siglos extras de esfuerzos, solucionaría definitivamente el problema de los niños que seguían muriendo de hambre. Ahora, tengo entendido, la unanimidad es absoluta y los disidentes no molestarán: han pasado al cementerio.

Acabo de leer un libro en el que se urge a luchar por "un orden social más justo", y que califica de "esnobs blandengues" a quienes no acepten la propuesta. Como sé que va a saltar inevitablemente el asunto de los inmortales niños, he resuelto convertirme en grillo y, a falta de cosas mejores, deleitarme restregando élitros. Espero que la cosa funcione. En general, he usado la música para atraer mujeres a mi cama.

Espero, querido profesor, que en alguna reencarnación, por ahora no muy cercana, podamos ensayar otra vez la guitarra eléctrica.

Lamento desertar de esta lucha final, actitud que autocondeno. En previsión de que triunfaran las nuevas ideas, adhiero a esta frase del libro de marras: "A nuestra amplitud de criterios le fijamos un solo límite: el que emana de la lucha irrenunciable por un orden social más justo, sin el cual todas las elucubraciones antiautoritarias quedan reducidas a una evasión cómoda e irrealista. Nada nos excusa de participar en esa lucha. El cinismo –lucrativo o no– sólo tranquiliza a quienes han llegado al apogeo de su propia claudicación".

Aunque todo esto suena un tanto romántico, tiene su miga, y si no es cierto, por lo menos es lindo, según sea el criterio retórico con que se lo juzgue.

Una cosa sostendrá siempre mi orgullo de pertenecer al género humano y es la heroica tozudez en defender a los niños. Que haya necesidad de defenderlos después de miles de años no prueba que seamos incapaces de ayudarlos de veras. Más bien significa una voluntad de progreso que no sabe de renuncias aunque sabe bastante de fracasos.

Incidentalmente, querido maestro, lo felicito por su canción "Salta, pequeña langosta". Oí algo parecido cuando vivía en las cuevas de Altamira. Pero la verdad es que su obra está llena de frescura y que, después de todo, lo nuevo es lo viejo que se ha olvidado.

Un abrazo.

Repito que el texto que me entregó mi maestro no estaba firmado ni tenía escrito el nombre del destinatario, que, si se exceptúa la broma a Ruben Mattos, autor de "Salta, pequeña langosta", era evidentemente yo, con mi libro a cuestas. La cita textual lo corroboraba. Pero lo peor estaba por llegar.

La Sociedad Argentina de Escritores (SADE) otorgó a Contra la corriente la Faja de Honor (1973) para el género ensayístico y la ceremonia de entrega se celebró en un teatro de Buenos Aires. Los Montoneros aún disfrutaban de su breve lapso de hegemonía, y una pandilla de gamberros invadió la sala encabezada por un compadrito que blandía un revólver. El matón apuntó al presidente de la SADE, el veterano ensayista y periodista socialdemócrata Dardo Cúneo, y le ordenó, sin conseguirlo, que abandonara el estrado. Entonces intervino el poeta Horacio Salas, quien al grito de "¡Déjenme hablar a mí, que soy peronista!" intentó poner orden. Mi maestro, que en su condición de dirigente del gremio de tipógrafos había padecido cárcel en tiempos de Perón, se levantó indignado de su asiento y se fue de la sala, desgranando insultos en los que mentaba a la madre de todos los presentes, incluido su sedicente discípulo. Al día siguiente nos reconciliamos, y me explicó que la pretensión de convertir el peronismo en salvoconducto para poder hablar lo había retrotraído a los peores tiempos de ese régimen perverso. Y por un momento me vio a mí también mezclado con los facinerosos.

En fin, el apólogo de Portas, y sobre todo su colofón, terminó de confirmarme que, como dijo otro maestro al que ya me he referido, E. M. Cioran, "de vez en cuando se puede modificar un poco el curso de la historia, pero profunda, esencialmente, no se puede cambiar nada".

Portas me daría un coscorrón si me oyera decir todavía, como en mi libro, que lo que todavía nos anima es la ilusión de modificar ese poco modificable.

EDUARDO GOLIGORSKY: CONTRA LA CORRIENTE. Granica (Buenos Aires), 1972, 215 páginas.

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