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'EL PUENTE DE LOS ASESINOS'

La máscara del héroe

La única lealtad literaria de la que solía presumir era la que profesaba a Pepe Carvalho, el cocinillas postcomunista que me descubrió eso que se llamó la otra Barcelona. Treinta años después de Los mares del Sur, y cuando ya me creía a salvo de adhesiones inquebrantables, otro personaje libresco vuelve a empapuzarme de felicidad. Atiende por el nombre de Diego Alatriste, y comparte con Pepe Carvalho la pesadumbre del desencanto, la rudeza, el descreimiento del hombre y del mundo.


	La única lealtad literaria de la que solía presumir era la que profesaba a Pepe Carvalho, el cocinillas postcomunista que me descubrió eso que se llamó la otra Barcelona. Treinta años después de Los mares del Sur, y cuando ya me creía a salvo de adhesiones inquebrantables, otro personaje libresco vuelve a empapuzarme de felicidad. Atiende por el nombre de Diego Alatriste, y comparte con Pepe Carvalho la pesadumbre del desencanto, la rudeza, el descreimiento del hombre y del mundo.

En la séptima entrega de la saga, El puente de los Asesinos, Arturo Pérez-Reverte nos trae al Alatriste más bronco, a un guiñapo semiespectral que existe en la medida en que guerrea. La prosa que acompaña las andanzas del soldado es un disparo seco y en absoluto fortuito, una madeja endiablada de mañas y destrezas por las que discurre una historia que, sin ser verdad ni prodigarse en adherencias a lo real, contiene los necesarios ingredientes de lo verosímil.

Aunque infestado de recovecos, el argumento de la obra es tan lineal como austero El capitán Alatriste es reclutado por la corona española para, en compañía de otros matachines (entre los que no falta su archienemigo Gualterio Malatesta), asesinar al Dogo veneciano, afín a los intereses del Papado, y poner en su lugar a un títere al servicio de la Casa de Austria. A diferencia de otras aventuras del personaje, ésta no contiene más que unas pocas digresiones, a las que el autor da rienda suelta sin solazarse en demasía ni trabar el eje de la novela, cual si fueran certeros metisacas biográficos. Uno de esos fogonazos, ya grabado a fuego en la nostalgia de futuro de varias generaciones de lectores, es el anticipo de la muerte del capitán en la batalla de Rocroi.

Estamos, a qué dudarlo, ante un ingenio narrativo en el que apenas se vislumbran costurones, y si escribo "apenas" es porque, de hecho, hay un costurón de antología; un enternecedor animalillo, dicho sea, para quienes acompañamos los asombros de Alatriste desde que Luis de Alquézar y el Conde-Duque le salieran al paso en las calles de Madrid. Me refiero, claro está, a la alternancia del punto de vista de Íñigo de Balboa, el prohijado del capitán, que cuenta los sucesos en primera persona desde una presunta ancianidad, y el punto de vista del narrador omnisciente, injertado con el propósito de infundir al relato un soplo de variedad, pero que sólo añade desconcierto. Ya digo, no obstante, que se trata de una rémora que lleva adosada a la serie desde la noche de los tiempos, o sea que es inútil insistir en ello.

Puntillas al margen, lo cierto es que Pérez-Reverte alcanza, de la mano de su criatura (un personaje capaz de elevar a cualquier literato al rango de sumo hacedor), una de las cumbres más altas de eso que da en llamarse estilo, y que tan a menudo raya lo indecible e inconmensurable. El de Pérez-Reverte es sencillo a la par que arrebatado, vistoso sin ser artificioso, entretenido sin incurrir en lo vulgar; y didáctico, muy didáctico, pero no farragoso ni enciclopedista. A todo ello, ha de añadirse su querencia por el relato clásico, sin engrudos posmodernos ni estridencias vanguardistas que sitúen al autor un peldaño por encima del narrador. Y algo más: su insobornable apego al buen decir, a que la historia se desenvuelva a fuego lento, poniendo una cosa detrás de cada palabra y ensartando la palabra en el corazón de cada cosa.

La saga del capitán Alatriste es ya una inmensa patria que desborda las fronteras de la Europa del XVII para iluminar los más oscuros pliegues de la miseria humana, dejando tras de sí la estela estremecedora de un tiempo en que los europeos se mataron a espuertas. Por la Italia de entonces, fenomenalmente recreada, veremos desfilar a Francisco de Quevedo, al maño Copons, al moro Gurriato... Ninguno de ellos, y Alatriste menos que nadie, se libra de ser una perfecta sabandija. Ahora bien, parafresando al personaje de George Clooney en Abierto hasta el amanecer, todos ellos saben, y Alatriste más que nadie, que existe una cabal diferencia entre ser un cabrón y ser un cabrón hijo de puta. El tormento de siglos que aqueja al capitán tiene que ver, precisamente, con el velo moral que separa al soldado del asesino, con la posibilidad de que, cuando ya la vizcaína esté rasgando el aire camino de la yugular del enésimo desdichado, se abra un resquicio a la clemencia. Alatriste, a qué dudarlo, no es un Meursault.

La angustia existencial que va envolviendo al personaje (cada vez más parco, más fiado a su máscara de silencios) encuentra su réplica, insólita y genial, en la conversación con Gualterio Malatesta sobre el puente de los Asesinos, una escena en la que emergen dos hombres plagados de cicatrices bastante más hondas que las que aparentan. Diríase, en fin, que cosidos a su circunstancia.

 

ARTURO PÉREZ-REVERTE: EL PUENTE DE LOS ASESINOS. Alfaguara (Madrid), 2011, 384 páginas.

albertdepaco.blogspot.com

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