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Pablo Planas

El genocidio copto

Un genocidio también debiera concitar una indignación unánime, más cuando se trata del de una minoría que practica los pacíficos credos del cristianismo.

Un genocidio también debiera concitar una indignación unánime, más cuando se trata del de una minoría que practica los pacíficos credos del cristianismo.

Afortunadamente para los coptos, el Estado Islámico ha descubierto el potencial mediático de destruir el patrimonio material de la humanidad, por lo que ha dado en entrar con bulldozers en los sitios de Nínive y los imperios sumerio y asirio. La conmoción en Occidente ante la iclonoclasia es mayor que el espanto por las decapitaciones. Al no declararse nadie copto tras los trescientos primeros martirios, el interés por sacrificar cristianos ha caído en picado entre los terroristas, dedicados ahora a picar piedra.

El efecto entre la inteligencia ha sido inmediato. ¡Qué horror! Las pérdidas son incalculables, por lo que faltan dos minutos para que la progresía dé su visto bueno a la intervención de los boinas verdes, los marines, la Legión Extranjera, los Tercios, los Regulares y mercenarios rifeños, el pueblo más dotado para las artes bélicas del mundo, si hace falta. Lo que sea para salvar los zigurats, clamor al que no cabe más que sumarse.

En cambio, el baño de sangre de los coptos topa con prejuicios insalvables para gentes que no dudan un instante en ponerse en la piel de un dibujante ateo. Lápiz en ristre, los prescriptores del buen gusto ideológico miran para otro lado cuando los leones se zampan a los cristianos en versión digital, alta resolución, tajos en primerísimo primer plano. Los soldados de Alá no tienen alma y, desde luego, no aprecian el arte. Falta saber si en nuestro caso lo distinto es que sí apreciamos el arte.

De otra forma es imposible explicar la soberana indiferencia ante los asesinatos en masa y ante las jaulas en llamas. Al parecer, la persecución religiosa no entra en el catálogo de condenas de la comunidad internacional, lo que demuestra que antes de arrasar los museos han minado nuestra moral.

Frente a la destrucción material, un genocidio también debiera concitar una indignación unánime, más cuando se trata del de una minoría que practica los pacíficos credos del cristianismo. Sin embargo, los coptos no existen, salvo a los efectos de saciar la sed homicida de la yihad. Los asirios, que tampoco existen, están, sin embargo, de rabiosa actualidad. Su arte, en concreto.

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