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Rafael Rubio

Un hombre que escribe

El poeta se une a la lista de los que murieron lejos de su patria añorando la Cuba que puede ser.

El poeta se une a la lista de los que murieron lejos de su patria añorando la Cuba que puede ser.
Raúl Rivero, en la presentación de un libro. | Flickr/CC/Casa de América

Ayer en Miami, la capital oficiosa de Cuba en el exilio, nos dejó Raúl Rivero. Nacido en Morón en 1945, Raúl fue un gran poeta en una tierra de grandes poetas. La literatura si no sirve para la vida no sirve para nada y Rivero, con su palabra, se resistió siempre a esa añagaza del totalitarismo que intenta construir la memoria, condenando a muchos al olvido y obligando al resto a olvidar.

Poeta y periodista revolucionario pronto se ganó el respeto de los poetas de su generación, como Nicolás Guillén y Eliseo Diego, y una tribuna en los medios oficiales. Entonces, como otros muchos, creía en la Revolución con sinceridad, pero, también como otros muchos, pasó de la ilusión al desconcierto y de allí al desencanto para acabar en la disidencia de la palabra. En 1991 firmó la Carta de los Diez, en la que junto a otros escritores como María Elena Cruz Varela o Manuel Díaz Martínez solicitaba una apertura al gobierno cubano.

Aunque él no tuvo que comerse sus escritos como Cruz Varela, desapareció para siempre de los premios y organismos oficiales, y sus textos, una vez glorificados, empezaron a circular en la clandestinidad. Sin miedo aparente, sin renunciar a su libertad de ser solamente "un hombre que escribe", comenzó su andadura de periodista independiente en Cuba Press, abriendo un camino que tras la aparición de internet siguieron y siguen cientos de cubanos como Yoani Sánchez.

Se hizo así cronista de lo cotidiano, inventando un género entre la ficción y la viñeta de denuncia, repleto de referencias históricas y culturales. En sus textos iba coleccionando estampas de la vida de Cuba, y en un país donde las estadísticas no sirven de referencia, y la historia se rescribe sin parar, a voluntad del líder supremo de la Revolución, Raúl Rivero, como un Joe Gould caribeño, nos contaba la verdadera "historia oral" de la Isla, construyendo un vibrante fresco de la vida de Cuba. Evitando los recorridos de los tours oficiales, Rivero con el don de su palabra nos llevaba de paseo por las calles de su Cuba, por esas calles donde el gobierno organiza actos de repudio contra cualquiera que se atreve a pensar diferente. Y, a pesar de la oscuridad de los frecuentes apagones "avance del juicio final patrocinado por la empresa estatal de electricidad", nos asoma a una sociedad en la que "están en el limbo los que no tienen dólares, ni amigos o familiares en el poder, los que no están preparados para robar y los que renunciaron al cencerro, al perro y al pastor".

A través de sus páginas conocimos también a los cubanos que una vez se fueron, y pueblan medio mundo, utilizando ese don de viajar en sueños, largos, intensos y reales, que los cubanos cultivan como nadie para asomarse a conocer Ginebra, Madrid, Nueva York o La Rioja. Y recorremos la historia del país, entre los restos que dejan cientos de "grupos de expertos" que llevan años corrigiéndola con pegamento y goma de borrar.

En estas crónicas y columnas no se encuentran proclamas incendiarias, ni llamadas a la insumisión, ni siquiera críticas a Fidel Castro. Raúl escribía lo que veía, lo que vivía, y en su escritura encontraba su libertad. Por eso se hizo periodista. Y esto le provocó una condena de 20 años en el año 2003, durante la conocida como la Primavera Negra de Cuba, donde 75 cubanos fueron condenados a prisión por delitos tan graves como posesión de literatura ilegal o la posesión de instrumentos tan subversivos como una impresora o una máquina de escribir. Él, quizás el más conocido de los 75, fue condenado por hablar a pesar "de ser aconsejado que no lo hiciera" como señaló el fiscal. Las actas del juicio engrosan ya la antología de la infamia.

Nunca quiso marcharse de Cuba, aunque tuvo ocasiones de hacerlo, hasta que en 2005 recibió el ultimátum que le obligaba a elegir entre seguir entre rejas o salir en el primer avión para España. Pudo descubrir entonces que la prisión del exilio definitivo puede ser incluso peor que la cárcel. Se instaló en España, donde algunos homenajes como el de la Comunidad de Madrid, y su rinconcito en las páginas del diario El Mundo, le mantuvieron con vida. Hace unos años decidió instalarse en Miami, quizás para estar más cerca de su patria, donde residió hasta su muerte.

Como escribió en "Breve inventario de la herencia", en 1983:

No queda nada más. El reino de la muerte
No ofrece alternativas.
Pero su reino no llega al corazón
Su sombra no extingue al hombre para siempre
El hombre es superior y sobrevive, transciende sus cenizas
(su polvo enamorado) y al menos una brizna del amor
Que regó por la tierra testimonia su paso
Anuncia que hubo fuego, vida, sangre roja y corriente
En un lugar donde hoy no queda
Pálpito ni mirada.

Nos queda su inteligencia aguda, su prosa alegre y sensual, cargada de ironía, de un humor penetrante, y rebosante también de esa suave tristeza de los verdaderos poetas que solo los grandes, como el, logran teñir de esperanza. La esperanza con la que contemplaba cómo la libertad se estaba abriendo paso, de la mano de la cultura, en estos últimos meses en las calles de la isla.

Cuentan que Gastón Baquero, preguntado en una ocasión por el papel que la historia le reservaba a Fidel Castro contestó con agudeza "oscuro dictador cubano que vivió en tiempos de Lezama Lima", hoy podemos añadir que encarceló y expulsó a Raúl Rivero. El poeta se une a la lista de los que murieron lejos de su patria añorando la Cuba que puede ser. Ya no la llegarán a conocer pero todos ellos tienen reservado un sitio para siempre en sus libros de historia. Descansen en paz.

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