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Santiago Navajas

El Premio Pseudocervantes

A Cervantes nunca le darían el Premio Cervantes. Que precisamente por ello es más bien un Premio Pseudocervantes.

A Cervantes nunca le darían el Premio Cervantes. Que precisamente por ello es más bien un Premio Pseudocervantes.

Dado que abril, hemos quedado desde Eliot, es el mes más cruel, es coherente que el libro más cruel sea celebrado precisamente este día 23. El Quijote fue catalogado por Nabokov como una "enciclopedia de la crueldad". Los críticos más obtusos del autor ruso han acusado a su vez de Nabokov de no entender la ironía cervantina, lo que no dejaría de ser una brutal ironía: que el más grande ironista del siglo XX no hubiese comprendido precisamente al, junto con Shakespeare, supremo ironista. Aunque, en realidad, la ironía más sutil es que precisamente sea el escritor más cruel entre los contemporáneos, que se dedicó a torturar sutilmente a una niñita de 9 años y a escribir uno de los finales más sádicos de todos los tiempos (léase esa obra maestra desconocida que es Barra siniestra), el que acuse a Cervantes de violencia literaria. ¿Es que nadie capta la ironía? El club de los gramáticos, que ha convertido El Quijote en un fósil y a Cervantes en una momia, se rasga las vestiduras cuando lo que debiera hacer es partirse de risa con la broma de Nabokov, el más cervantino de los novelistas.

Otro gran intérprete, Nietzsche, le hizo un gran favor a Cervantes leyéndolo sin piedad y sin contemplaciones. Es decir, con lucidez. Decía su Zaratustra: "Yo odio a los lectores ociosos". En La genealogía de la moral escribía el filósofo alemán:

Hoy leemos El Quijote entero con un amargo sabor en la boca, casi con una tortura.

Amargor y tortura porque El Quijote es un reflejo de la maldad y las chanzas crueles que insuflaban el espíritu de la época. Recriminar a Nabokov, como a Nietzsche, significa adulterar la obra de Cervantes en nombre de la corrección política y la hipocresía moral. Porque si tanto Nabokov como Nietzsche tuvieran razón en su lectura intempestiva del Quijote, no sólo no se podría dejar que los niños lo leyesen tranquilamente en esas lecturas colectivas tan falsas como ridículas, sino que la impostura intelectual que domina el panorama cultural llevaría a prohibir un libro tan vitriólico, retorcido y complejo, con tantas aristas dolorosas, colocándolo en una lista negra de lecturas contra las buenas costumbres democráticas, en la que también tendrían un lugar destacado, claro está, Lolita y Más allá del bien y del mal.

Porque el problema con El Quijote no es que los españoles no lo lean, que no lo leen, sino que lo han convertido en una especie de manual de autoayuda y buenas intenciones, convenientemente deglutido y regurgitado para eliminar todo el componente áspero y subversivo de un libro cuya esencia es el humor cruel.

De Cervantes y su Quijote iluminado, delirante y desmedido –como de la rabia de Quevedo, la malevolencia de Góngora, la furia de Calderón, la ferocidad del autor del Lazarillo y la soberbia de Lope– surge la poderosa tradición española descarnada e hiriente, valiente y audaz, humorística y brutal, que heredarán sus mejores representantes, de Goya a Buñuel, pasando por Cela y Berlanga, y de la que hoy no queda ni rastro, entre otros factores, porque El Quijote se ha falsificado bajo una montaña de pamplinas pseudolíricas y moralina pseudofilosófica que lo han transformado en un Pseudoquijote. Ese que le hacen leer a los niños y a los políticos por turnos en unos maratones pseudoliterarios. Porque mientras que El Quijote es una tragedia bufa, esos juegos florales pseudoquijotescos son sólo un farsa patética. A Cervantes nunca le darían el Premio Cervantes. Que precisamente por ello es más bien un Premio Pseudocervantes.

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