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Albert Esplugas Boter

Del "déficit público" al "estímulo"

Podríamos reescribir las reformas liberalizadoras empleando conclusiones liberales. Por ejemplo, llamando a la flexibilización del mercado laboral "abaratamiento de la contratación" o "facilitación de la contratación" o "incentivos para el pleno empleo".

Basta llamar "ayuda externa" a los subsidios a Gobiernos extranjeros para que sea más difícil argumentar que esta partida de gasto no beneficia a los pobres del Tercer Mundo. ¿Cómo no va a beneficiarles si el propio nombre dice que es una "ayuda"?

Si toda subvención o prestación pública es una "ayuda", el debate sobre si es o no realmente una buena medida, una medida que "ayuda" a la gente, ha quedado zanjado antes de empezar. Como explica David Friedman, la práctica de reescribir las políticas de forma que asuman la conclusión hace innecesario tener que justificarlas y debatirlas.

Ésta ha sido la estrategia que ha seguido la nueva Administración Obama a la hora de vender a los ciudadanos y a los medios el paquete de 800.000 millones de dólares que supuestamente tiene que sacar a Estados Unidos de la crisis. Como no estaban Obama y su equipo con ganas de sufrir desgaste discutiendo con sus críticos sobre si esta gigantesca inyección de gasto público va a tener efectos positivos, decidieron llamarlo "estímulo" y neutralizar el debate. Cuando este fardo de gastos (que hace realidad las fantasías de los progresistas americanos de los últimos 40 años) era un "aumento del déficit público", entonces las voces críticas eran numerosas. Ahora que han pasado a llamarlo "estímulo" la medida es extraordinariamente popular. ¿Quién va a oponerse a un estímulo?

De nuevo, sus proponentes deberían demostrar la conclusión que están asumiendo. A saber, si estas medidas keynesianas van a estimular realmente la economía o van a consolidar las malas inversiones hechas durante el perídodo del "boom" y a retrasar los necesarios reajustes y la recuperación.

Otro ejemplo es el uso indiscriminado del término "polución" o "contaminación" (contaminación lumínica, contaminación térmica, contaminación visual, contaminación cultural, etc.). No es necesario investigar y demostrar que algo es dañino si recibe el nombre de "contaminación", pues la contaminación es obviamente mala. Todas las propuestas políticas girarán en torno a la reducción o prohibición de este fenómeno, ninguna sugerirá que su efecto quizás es positivo o inocuo, o que tratar de eliminarlo es contra-producente o demasiado costoso.

La manipulación retórica es efectiva porque la opinión pública está desinformada y la terminología tiene entonces una influencia desproporcionada. Como señala Ilya Somin, si la gente estuviera informada sobre los detalles y las implicaciones del paquete de gasto público de Obama probablemente no cambiaría de opinión por el simple hecho de que pase a llamarse "estímulo". No obstante, la retórica también explota y apela a nuestros sesgos y emociones, a nuestra irracionalidad, y en este sentido influye porque dice a la gente lo que quiere oír.

El uso de la retórica con fines políticos no es exclusivo de la izquierda intervencionista. En el tema del aborto, por ejemplo, ambos bandos encontrados se definen con términos que asumen la bondad de sus conclusiones: los "pro-choice" (pro-elección) y los "pro-life" (pro-vida). Ni el primero aceptará que es anti-vida, ni el segundo aceptará que está en contra de la libertad de elección.

¿Aprovechamos los liberales las posibilidades de la retórica de la misma manera? Mi impresión es que los liberales estamos a la defensiva en este aspecto, o somos poco creativos. Ya sería un avance que consiguiéramos que los intervencionistas no reescriban los nombres de las políticas incorporando la conclusión, y llamen las cosas por su nombre para que el debate pueda tener lugar. Los liberales nos sentimos cómodos en una discusión racional porque tenemos las de ganar, y ése es un terreno que los socialistas de todos los partidos intentan evitar con eslóganes emocionales y trampas terminológicas como las que hemos visto. Si el "estímulo" se llamara "aumento del déficit publico" o las ayudas se llamaran "subsidios" o "redistribución", sus proponentes tendrían que debatir con nosotros sobre si tienen efectos "estimulantes" o beneficiosos.

Dando un paso más allá, podríamos reescribir las políticas intervencionistas o las reformas liberalizadoras empleando conclusiones liberales. Por ejemplo, llamando a la flexibilización del mercado laboral (legalización del despido libre, abolición del salario mínimo etc.) "abaratamiento de la contratación" o "facilitación de la contratación" o "incentivos para el pleno empleo". O a los recortes de impuestos "ayudas para las familias" o "incentivos para la creación de riqueza". O a la abolición de subsidios a la agricultura como "reducción de precios para los consumidores" o "ayuda al Tercer Mundo".

También podríamos llamar "estímulo" para la economía a un recorte masivo de impuestos que financie la reestructuración de las distintas ramas productivas, una reducción pareja del gasto público para no hipotecar el futuro de nuestros hijos y una desregulación del mercado del trabajo para que los trabajadores se recoloquen rápidamente. Este "estímulo" también asume la conclusión de que es estimulante, pero a diferencia del de Obama, éste sería estimulante de verdad.

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