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Bernd Dietz

Forofismo

Los votantes de los países avanzados tienen por costumbre promover ya no la alternancia, sino la predisposición a sustituir al gestor indeseable con celeridad y sin paños calientes.

Atribuyen al genial dramaturgo fabiano George Bernard Shaw la frase de que los políticos son como los pañales, en el sentido de que hay que cambiarlos con frecuencia, y por exactamente el mismo motivo. Se non è vero, è ben trovato, pues resulta obvio que la función crea el órgano. Por ello, el candoroso diarista del XVII Samuel Pepys, nada más ser nombrado para un cargo en la administración pública, confesaba memorablemente que las ventajas de un puesto como el suyo no residían en el salario y los honores inherentes al mismo, sino en las magníficas oportunidades de lucrarse al margen del canal oficial.

Tal es por supuesto la razón por la que la democracia liberal ha sido descrita como el menos pernicioso de los sistemas posibles, mas no la panacea; y ese el quid por el que los votantes de los países avanzados tienen por costumbre promover ya no la alternancia, sino la predisposición a sustituir al gestor indeseable con celeridad y sin paños calientes. A veces, con brusquedad inusitada, como en el caso de la que fuera primer ministro canadiense Kim Campbell, cuyo partido pasó de desempeñar el Gobierno a quedarse con sólo dos escuálidos escaños tras las elecciones de 1993. Ventajas del sistema mayoritario anglosajón, cabría añadir, diseñado con sabiduría para alentar dicha dinámica de renovaciones drásticas. Y cualidad encomiable de una ciudadanía que es capaz de distinguir sin prejuicios entre la realidad y el fetiche. Más allá de esto, por supuesto, porque se pueden hacer mal las cosas incluso sin delinquir o abusar, subsiste la necesidad de inyectar savia nueva cada poco tiempo, en virtud de procesos de contrastable exigencia crítica, así como de permanente alerta hacia cuanto pueda estimular el fortalecimiento del país, su ajuste sagaz a las demandas del momento. Justamente la explicación de que el gran Winston Churchill fuera capaz de ganar la Segunda Guerra Mundial, para verse seguidamente derrotado en las subsiguientes elecciones generales. Quienes le veían como un líder patriótico, un hombre de carácter y un profundo intelectual, los ingleses, difícilmente iban a conceptualizarlo como un cacique bananero que se hubiera vuelto indispensable, parasitariamente enquistado, dispensando y controlando favores, elecciones, laureles, privanzas, concesiones y arbitrajes.

En España, entendemos a la perfección el asunto cuando se trata de entrenadores de fútbol, al considerar que son meramente instrumentos temporales, personajes que reciben considerables recompensas a cambio de la promesa de obtener metas verificables,  por lo que resulta natural vigilar su rendimiento, pedirles cuentas inmediatas cuando el rumbo se tuerce y prescindir de ellos sin sentimentalismo alguno en aras de la ineludible enmienda. Pero tratándose de la política, el criterio varía. Nuestros partidos tienen un suelo electoral que no dista mucho del techo, unos cochambrosos centímetros, porque el elector medio, creyéndolo loable, presumirá de continuar adherido a sus colores habituales manque se embadurnen, y temer como al mismísimo demonio no sólo el albur de que pudieran venir los otros, que se le antojan extraterrestres abyectos, sino, lo que es muchísimo más grave, que éstos pudieran hacerlo mejor y aumentar la higiene.

Esta porfía, para la que el nombre de fidelidad parece un chiste (o, volviendo al pañal, una desviación coprofílica), nos viene haciendo un daño morrocotudo. Con independencia de que  puedan aducirse elucidaciones sociológicas como la miseria cultural, el aferramiento al clientelismo o la incompetencia para ver más allá del familismo amoral, percibimos que se da un ingrediente adicional de fundamentalismo cainita, de odio a la libertad individual, de apego a la inmadurez y la dependencia. Una moral de esclavos, que se manifiesta psicológicamente en forma de intolerancia agresiva y deleitable cerrazón. Es legítimo cambiar de chaqueta, apuntarse con cinismo al caballo ganador, falsificar la propia biografía como hicieron esos padres espirituales de la izquierda progresista procedentes del fascismo y aun del hitlerismo cuyas trayectorias glosara, en un libro tan necesario como insuficiente, nuestro buen César Alonso de los Ríos. Lo que no es de recibo es pensar con autonomía, tomar decisiones sobre la base de las circunstancias concretas o construir responsablemente el bien común, con las herramientas de la decencia, el escepticismo despierto y la generosidad.

Entre las muchas mercancías averiadas que han conseguido colocar con éxito este PSOE y sus cohortes mediático-intelectuales resalta su recuperación de la Guerra Civil. Su actualización de los embustes, los crímenes y las manipulaciones que fueron tan efectivos para enloquecer y diezmar a la sociedad. El mérito de dicha hazaña no es exclusivamente suyo, sino de todos nosotros. Es como si las lecciones de la dilatada posguerra y de la ejemplar transición no hubiesen servido para nada. Cual si quisiéramos ser sempiternamente enanos aviejados, dominados por un ansia irrefrenable de regresar a la fase de orinal.

En Sociedad

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