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EDITORIAL

Malos tiempos para la libertad

El precio de este cúmulo de despropósitos, cerca de un billón de euros, es la hipoteca que los norteamericanos tendrán que pagar por esta traición de la mayoría de su clase política a los principios sobre los que descansa su república.

Tras el principio de acuerdo alcanzado entre el presidente Bush y los líderes de la mayoría demócrata del Congreso, nada evitará que en los próximos días Estados Unidos proceda a la nacionalización de la deuda de sus instituciones hipotecarias. Esta operación, a la que probablemente el Legislativo añadirá otros subsidios, subvenciones y prohibiciones, tal y como ha sugerido el candidato presidencial Barack Obama, es la última consecuencia de la errónea política seguida en los EE.UU. en los últimos 20 años.

Desde la creación de la malhadada Resolution Trust Corporation en 1989 al amparo de la equivocada Ley de Reforma y Recuperación de las Instituciones Financieras (FIRREA) diversos organismos estatales han venido interviniendo y distorsionando los mercados inmobiliario y financiero norteamericanos mediante el respaldo discrecional y arbitrario de actividades de alto riesgo. La resistencia de los presidentes George H. W. Bush, Clinton y George W. Bush a abolir estas instituciones y a dejar actuar al mercado, cuyo mecanismo de prueba y error es el único indicador fiable a la hora de tomar decisiones económicas, creó una situación de riesgo moral entre numerosos inversores, especuladores y empresarios, de tal modo que la irresponsabilidad, el fraude y la corrupción han corroído el sistema financiero de los EE.UU. hasta límites alarmantes.

Por desgracia, casi nadie en Washington quiso aprender de la crisis de 1989. Tanto el presidente republicano como la mayoría demócrata del Congreso prefirieron enterrar sus causas y posibles remedios bajo kilos de nuevas leyes cuyo espíritu, prevenir los perjuicios causados por las malas prácticas, fue pervertido en su letra por una ominosa conjunción de intereses electorales a corto plazo de varios gobernadores y congresistas, apoyados por un grupo de altos funcionarios ávidos de poder. Entre otras medidas, la asignación a Freddie Mac y Fannie Mae de la responsabilidad de garantizar las hipotecas de las familias de bajos ingresos y la expansión durante el mandato de Clinton de una ley anterior que obligaba a los prestamistas a conceder hipotecas a grupos desfavorecidos asestaron un golpe mortal a la libertad de los agentes económicos de aquel país.

Así, el falso discurso de la necesidad, la compasión y los derechos sociales en sus aparentemente distintas versiones progresista y conservadora sustituyó a la racionalidad. Por tanto, la situación actual no es, como afirman algunos, fruto del liberalismo, sino más bien lo contrario, la consecuencia del intervencionismo, el mercantilismo y de la tendencia del Estado, asistido por una coalición de buscadores de rentas, a expandirse de forma ilimitada. El precio de este cúmulo de despropósitos, cerca de un billón de euros, es la hipoteca que los norteamericanos tendrán que pagar por esta traición de la mayoría de su clase política a los principios sobre los que descansa su república, la limitación del poder político y la lucha contra la tiranía mediante el control entre los distintos poderes.

No es de extrañar que la confianza del pueblo norteamericano en sus políticos haya descendido a niveles preocupantes. Por otra parte, ninguno de los dos candidatos a la presidencia del país es capaz de ofrecer una alternativa al penúltimo asalto a la libertad protagonizado por el inquilino de la Casa Blanca, su equipo económico y los líderes del Congreso. Ambos contendientes han hecho hincapié en el cambio como eje de sus respectivos discursos, aunque a la hora de la verdad han preferido la sumisión a los designios de sus compañeros de partido, uno porque no tiene nada que ofrecer, otro porque no se atreve a hacerlo. Malos tiempos.

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