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Hay un error de base en el ambiente: la identificación de nación con cultura. En sentido estricto o esencialista no existe una cultura española como no existe una cultura vasca, sino individuos que participan de regularidades. Personalizar los conceptos, aunque sea de manera laxa, es condenarse a la desazón y al desastre. La nación se identifica, en el actual momento evolutivo, con el Estado de Derecho y por ende con la libertad personal.

Por ello, no se puede ceder porque eso es abrir postigos al totalitarismo y cuestionar la libertad de todos y cada uno. La libertad de los constitucionalistas vascos no es otra cosa que la avanzadilla de la libertad de cada uno, del resto. Puede haber golpes de Estado en la nación española o en alguna de sus partes. Esa es la cuestión. Quien quiera contribuir al intento de suicidio de España no hace otra cosa que perpetrar un suicidio por sustitución y abrir horizontes de fosas comunes. No se trata de la sacrosanta unidad de España, ni de la fuerza vital de un magma llamado España, sino de lo que hoy representa España como sociedad abierta de ámbito de libertad.

Parece necesario, junto a la claridad y a la toma de iniciativa por parte del Gobierno, plantear un discurso en positivo de la idea de España, del compromiso con la libertad personal, de la idea de pluralidad concreta, real, no la abstracta de conflictos entre nominalismos del tipo Euzkadi contra España. Ese discurso no es de confrontación, sino sencillamente superador. Es recurrente analizar el nacionalismo, tan sencillo y visceral en sus planteamientos, tan blindado por el sentimiento a la racionalidad. Pero, a la postre, la racionalidad es cuestión indeclinable para el ser humano, y decisiva para la mayor parte de los votantes del PNV. Hay que ir a una racionalidad constructiva e ilusionante, a un patriotismo de la libertad. Al sentido noble y humano de la fraternidad. Al modesto y espléndido “vive y deja vivir”.

En España

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