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Fernando Serra

El negocio de la reconstrucción

Mucho se especula sobre el coste económico de la guerra de Irak, y ya se empieza a hablar de los gastos indirectos y posteriores dedicados a la ayuda humanitaria, al apoyo de un régimen post-Sadam y, muy especialmente, a la reconstrucción económica del país. Sin entrar en los disparatados comentarios sobre el “reparto del botín de guerra entre empresas norteamericanas” –que son continuación de esos otros que hablan de “sangre por petróleo” o de intereses del lobby armamentista–, sí puede ser oportuno analizar, a la vista de otras experiencias históricas, los recursos que se destinarán a reparar los daños de la contienda y las repercusiones que podrían tener para Estados Unidos, que presumiblemente correrá con la mayor carga, y para Irak como país receptor.

Hay, en primer lugar, que distinguir entre los costes directamente relacionados con la guerra y los indirectos antes mencionados y recordar que, de los conflictos anteriores en los que Estados Unidos fue protagonista, en unos asumió la mayor parte de los gastos de reparación, como en la Guerra de Corea y en la Segunda Guerra Mundial, mientras que en la pasada Guerra del Golfo y en la de Vietnam no sucedió tal cosa. Se confirma el mayor peso económico que tienen los costes posbélicos sobre los estrictamente militares al comprobar que las guerras del Golfo y de Vietnam fueron “baratas” comparadas con las restantes. En efecto, estableciendo el gasto con relación al PIB de cada momento para hacer cálculos comparables, la guerra del Golfo de 1991, que duró mes y medio, significó el 0,2% del PIB y la Vietnam el 12% teniendo una duración de ocho años. Unos costes mucho menores que la de Corea, el 15% del PIB con sólo tres años de conflicto, y la Segunda Guerra Mundial, que alcanzó el 130% a pesar de que la participación norteamericana apenas alcanzó cuatro años. Estas diferencias se deben a que Estados Unidos corrió en estos dos últimos conflictos con todos o la mayor parte de los gastos de reconstrucción que se distribuyeron, no obstante, a lo largo de varios años.

El contraste entre costes directos e indirectos será al parecer también importante en la presente guerra. Según las estimaciones realizadas por el economista de la Universidad de Yale y antiguo asesor de la Casa Blanca, William D. Nordhaus, la guerra en sí puede costar entre 50.000 –el 0,5% del PIB– y 140.000 millones de dólares, según su duración, y entre 100.000 y 500.000 millones la reconstrucción. En total, entre el 1,5 y el 6,5% del PIB, aunque gran parte de este gasto se repartiría también en varios años. Un negocio ruinoso en cualquier caso para los “invasores”, y que crea además graves incertidumbres sobre la recuperación económica norteamericana al quedar lastrada por un déficit presupuestario ya de por sí abultado.

¿Y para Irak? El Plan Marshall, que ya se empieza a poner como ejemplo, está considerado como un programa que benefició a los países receptores y es para muchos el promotor del “milagro alemán” ya que, efectivamente, Alemania Occidental creció al 8,2% de media anual durante los años cincuenta. Otros consideramos, sin embargo, que la verdadera causa de esta increíble expansión fue la política liberalizadora del ministro Ludwig Erhardt, amigo de Hayek, que eliminó las múltiples regulaciones sobre el comercio, la producción y los precios implantados por el régimen nazi. Además, el Plan Marshall permitió a otros países europeos, como Francia, mantener un gasto militar para sustentar la guerra de Indochina, lo que debería ser un aviso a navegantes ante el nuevo mapa geopolítico de la zona. Además, por muy bien que vayan las cosas, es difícil establecer cualquier tipo de comparación entre un país europeo y el Irak post-Sadam, pero estas enseñanzas obligan a desconfiar de masivas obras de caridad que vayan más allá de las reparaciones de las infraestructuras dañadas y a incidir en que es más importante instaurar algo que se parezca lo más posible a un Estado de Derecho.

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