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Jesús Laínz

Imbéciles totalitarios

El problema es siempre el mismo: la odiosa incapacidad para dejar a la gente en paz.

El problema es siempre el mismo: la odiosa incapacidad para dejar a la gente en paz.

Debe de ser que se les ha aparecido Alá, el Clemente, el Misericordioso, para recordarles que el fútbol no goza de su clemencia y su misericordia, como ya explicó en su día a Mahoma y éste plasmó en el Corán. Y por eso tienen que asesinar a los pervertidos que osen prestar atención a tan demoníaco deporte. Y, para no ofender al Clemente, al Misericordioso, sus fieles, o simplemente aquéllos que tengan la suerte de vivir en los lugares dominados por los más virtuosos de sus fieles, no sólo han de tener cuidado con lo que juegan o lo que ven en la tele, sino también con lo que comen, y con lo que beben, y con lo que rezan, y con lo que aman, y con lo que leen, y con lo que escriben, y con lo que dicen, y con lo que piensan.

Cuando la influencia de Mahoma se junta con la de Marx (Karl, claro), el resultado acaba siendo digno de su primo Groucho. Así lo demostró Saparmurat Atáyevich Niyázov, presidente del Partido Comunista de Turkmenistán y autoproclamado Turkmenbashi (Líder de los Turcomanos) al conseguir dicho país la independencia tras el desplome de la Unión Soviética. Entre otras medidas, el amado líder prohibió la ópera, el ballet, el circo, los perros, el pelo largo y los dientes de oro por considerarlos ajenos al espíritu nacional turcomano; cambió los nombres de los días de la semana y de los meses por referencias a la historia de Turkmenistán y, sobre todo, a él y a su difunta madre; y su imagen adornó no sólo los billetes y las botellas de vodka, sino que presidió la capital, Asjabad, bajo la forma de una enorme estatua recubierta de oro que giraba automáticamente para que el rostro presidencial estuviese siempre cara al sol, con perdón. También escribió un libro, el Ruhnama, base de la educación desde primaria hasta la universidad, cuyo conocimiento se requería para conseguir desde una plaza de funcionario hasta el carné de conducir. Pero su mayor logro fue interceder en marzo de 2006 directamente ante Alá, el Clemente, el Misericordioso, para que los estudiantes que lo leyeran tres veces tuvieran garantizado el acceso a las huríes. Y como premio, hacia ellas partió de forma repentina en diciembre de aquel mismo año para desesperación de sus súbditos, que hicieron interminables colas para llorar y desmayarse ante su ataúd.

Pero bien haríamos los españoles en no reírnos demasiado de estos asuntos aparentemente tan exóticos, pues bien cercanos tenemos algunos casos que nada han de envidiar a los recién mencionados. Por ejemplo, aquel titán del pensamiento –y fundador de una ideología seguida hoy por cientos de miles de vascos– que se llamó Sabino Arana estableció entre los deberes del buen nacionalista el de "no cantar ni ejecutar música genuinamente española ni tomar parte en bailes al uso español". Incluso solicitó a la Diputación vizcaína que estableciese impuestos sobre los instrumentos que, como el piano de manubrio, el violín, la guitarra y la bandurria, envilecían el carácter de las romerías vascas. Tres meses después de muerto el Maestro, sus discípulos dejaron bien claro en su periódico Patria que "el baile agarrao hay que rechazarlo con firmeza, porque está prohibido por Dios".

Por Cataluña las cosas andaban parecidas con la sardana. De ser una danza local desconocida y objeto de mofa por parte de los barceloneses, pasó a constituir un tótem tribal desde que Cambó concentró en la capital las principales coblas ampurdanesas con ocasión de las fiestas de la Merced de 1902. La santificación fue rápida y eficaz: Lluís Millet, el fundador del Orfeó Català, se opuso a que la sardana fuera divulgada fuera de Cataluña porque "ha de ser nuestra y de nadie más. A ella, la digna, nos la harían indigna". Algunos años después, el periódico catalanista La Tralla, en un artículo titulado "A las niñas catalanas", les recomendó:

Sigamos, pues, así; bailemos sardanas y hagamos bueno y práctico el título de Baile Nacional Catalán. Rechacemos de ahora en adelante todos los demás bailes importados por gente extraña a Cataluña y huyamos de donde no se baile únicamente la sardana.

Un tercio de siglo más tarde la obsesión de nuestros separatistas por conseguir una población clónica seguía vivita y coleando. Por ejemplo, el 1 de abril de 1933 el periódico nacionalista Jagi-Jagi reclamaba en grandes letras a sus lectores:

Habla siempre en vasco. Viste como vasco. Come como vasco. Vive como vasco. Gobierna como vasco. Piensa como vasco. Juega como vasco. Obra como vasco. Es la manera de hacerte independiente.

No crea, sin embargo, progresista lector, que las cosas mejoran con el tiempo. Quizá cambien las palabras, los enfoques, las preferencias, detalles secundarios al fin y al cabo. Pero la esencia fanática de todos los totalitarios, en cualquiera de sus variantes políticas, religiosas o nacionales, sigue intacta. Muy reciente es, por ejemplo, el cartel publicitario de la Plataforma per la Llengua en el que, para vivir plenamente en catalán, los promotores aconsejan a los ciudadanos hacer todas las actividades de la vida en lengua catalana, incluidas las que no tienen nada que ver con la lengua: embriagarse, imaginar, acariciar, cantar, abrazar, chillar, viajar, berrear, estudiar, endulzar, cotillear, solidarizarse, silbar, evolucionar, soñar, leer, mentir, comer, alucinar, respirar o reciclar. Por si pudiera quedar alguna duda, las dos últimas recomendaciones evidencian que el objetivo de la campaña no es lingüístico, sino político: independizarse y luchar.

Da igual que la excusa sea la voluntad imaginada de tal o cual dios, las esencias de tal o cual nación, los torcidos derechos de tal o cual lengua... El problema es siempre el mismo: el plebeyo afán de los más serviles integrantes de la manada por obligar a todo el mundo a formar parte de la manada, la incurable imbecilidad de los totalitarios de todo pelaje y su odiosa incapacidad para dejar a la gente en paz.

En España

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