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Jorge Alcalde

Las cuentas de la catástrofe

Conocer al monstruo ayuda a defenderse de él. Aún conmovidos por el desastre, es bueno que alguien se pare a pensar en cómo medirlo.

La ciencia es, entre otras muchas cosas, una disciplina de medidas. Consiste en medir, calibrar, abarcar, pesar, limitar… No es una tarea sencilla: puede ser pesada, poco estimulante. A veces, incluso, muy desagradable. Suele suceder que, ante acontecimientos tan horrendos como el reciente terremoto en el sureste de Asia, la plúmbea labor de medición científica se antoja fría, casi inhumana. Visto desde la lejanía del profano, parece una irreverencia pensar en el grado de la escala Richter al que debe pertenecer el seísmo, en la cantidad de energía liberada por la ruptura de la falla, en la profundidad del epicentro. Es tiempo, tendemos a pensar, de ocuparse de las víctimas, de cuantificar los daños, de reparar en lo que sea posible el dolor causado por la fiereza de la tierra.
 
Por eso, a no pocos lectores de estas páginas puede que les parezca banal una reflexión sobre la componente técnica del suceso. Pero para los científicos no lo es. Conocer exactamente el tipo de terremoto al que acabamos de enfrentarnos, calibrar la energía que ha sido capaz de emitir, establecer comparaciones con otros fenómenos destructivos ayuda a los expertos a predecir acontecimientos futuros y a diseñar estrategias de rescate más eficaces.
 
Actualmente se utiliza la escala de magnitud Richter para medir la cantidad de energía liberada por un terremoto mediante el estudio de la amplitud de las ondas sísmicas. La otra escala conocida, la de Mercalli, menos útil, establece una comparación entre los efectos visibles producidos por estos eventos.
 
Un terremoto supone una ruptura de una parte de la corteza de la tierra sometida a gigantescas tensiones por culpa del movimiento de las placas tectónicas. Cuando esto sucede se libera una gran cantidad de energía, de modo análogo a lo que ocurre cuando tensamos una goma hasta romperla. Aunque es imposible encontrar otro fenómeno similar en la naturaleza para compararlo con los seísmos, los científicos suelen equiparar su magnitud a la energía generada por una explosión atómica. La bomba que destruyó Hiroshima, emitió una energía equivalente a la de 22.000 toneladas de TNT. Un terremoto como el de este nefasto fin de semana, de magnitud 9 en la escala Richter, equivale a unas 99.000 toneladas de TNT.
 
Evidentemente, la comparación no es exacta: la onda expansiva, la localización del epicentro, la existencia de barreras naturales, la naturaleza especial de los explosivos, la transmisión distinta de ambas fuentes energéticas son factores que impiden una relación directa entre uno u otro fenómeno. Pero, para los no científicos, sirven de referencia cruda de cuán violenta puede llegar a ser la naturaleza.
 
Para los científicos, estos datos tienen un valor incalculable. Conocer al monstruo ayuda a defenderse de él. Aún conmovidos por el desastre, es bueno que alguien se pare a pensar en cómo medirlo. Y no estaría de más que los medios los utilizasen con el rigor que se merecen, primero las víctimas y luego los investigadores que luchan por comprender mejor los secretos de nuestro inestable planeta.

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