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Jorge Vilches

Dreyfus entre nosotros

La cuestión del 11-M, de esta manera, deja de ser meramente policial y judicial, y la convierten en una cuestión de Estado, en sostener o desestabilizar el sistema.

Resulta verdaderamente complicado explicar a alguien que no haya vivido en España en los últimos años –y casi a los que estamos aquí– qué está pasando con la investigación del 11-M. No obstante, para aclararlo se puede hacer cierta comparación con un caso que conmocionó a Francia –y al resto de Europa– y en el que estuvo en juego algo más que la "verdad": el affaire Dreyfus.

Empecemos por aquí. Tres días antes de las elecciones del 14-M se produjo el más grave atentado terrorista de la historia de España. Todo indicaba que había sido ETA hasta que aparecieron unas "pistas" que condujeron a unos "islamistas". Los muertos eran un castigo a España por su implicación en la guerra de Irak. El resultado electoral dio la victoria a la oposición, que había canalizado toda la movilización contra el conflicto bélico y el gobierno Aznar. Los medios de comunicación afines a los socialistas responsabilizaron al gobernante PP de los atentados, y una comisión parlamentaria cerró en falso la investigación: fueron islamistas para castigar la "foto de las Azores". El buenismo y el antiamericanismo quedaron reconfortados.

Pero hete aquí que, dos años después, aparecen informaciones en El Mundo y Libertad Digital mostrando que se han falsificado documentos oficiales para que concuerden con la versión oficial. En ese momento, el partido del gobierno y los medios afines tachan a dichos informadores de extrema derecha y golpistas, acusándoles de desestabilizar la democracia española, cuestionar la legitimidad de la victoria del 14-M e inventar una "teoría de la conspiración". Y las instituciones se implican: todo el Parlamento –menos el PP– decide que no se debata nada más sobre el 11-M y se movilizan algunos jueces para corroborar la versión socialista sobre el atentado. La cuestión, de esta manera, deja de ser meramente policial y judicial, y la convierten en una cuestión de Estado, en sostener o desestabilizar el sistema.

Y aparece Dreyfus entre nosotros. El capitán judío Alfred Dreyfus fue acusado de un crimen que no cometió, y en su degradación y castigo intervinieron el ministro de la Guerra, los jefes del Estado Mayor y los tribunales. El nacionalismo autoritario y el antisemitismo se sintieron satisfechos. Un año después, el coronel Henry, nuevo Jefe del Servicio de Inteligencia, falsificó papeles –qué casualidad– para incriminar a Dreyfus y corroborar la versión oficial. De la creencia en la culpabilidad de Dreyfus parecía depender la estabilidad del régimen, de sus instituciones y valores. Pero fue justamente lo contrario: su cuestionamiento, la nueva investigación y la movilización por la verdad permitieron salvar la III República. No importó entonces lo mucho que gritaron los antidreyfusards, aquellos autoritarios antisemitas que se arroparon en el sistema y el patriotismo, cuando únicamente veían en peligro su posición y honor.

Los documentos falsificados para ocultar el nombre de ETA han aparecido en plena negociación con la banda, en el centro de una negociación de cuyo buen término depende, en gran medida, la suerte electoral del Gobierno y del propio Zapatero. Han surgido, justamente, cuando el Ejecutivo está propiciando la reordenación –esta vez confederal– de España, la invención de un nuevo Estado plurinacional. No es de extrañar que, así, algunos socialistas y sus aliados digan, con insultos propios de la jerga franquista del NO-DO, que desestabilizan el sistema aquellos que cuestionan la verdad oficial del 11-M.

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