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Jorge Vilches

Los que ocultan la corrupción

El problema no es que un ministro acepte un soborno –que ya es grave–, sino que las instituciones sólo funcionen a través de sobornos, nepotismo y demás triquiñuelas al margen de la Ley.

El caso de corrupción en el que está involucrado José Blanco se ha convertido en una demostración de que el modelo de renovación de la democracia que están pregonando los medios de la izquierda a raíz del Movimiento 15-M, en especial los diarios El País y Público, es falso. La ocultación sistemática de las noticias relativas al llamado "caso Dorribo" –el empresario de pasado carcelario con el que se citó Blanco en una gasolinera–, o bien su inclusión en las páginas dedicadas a la "campaña electoral", es la prueba de qué entienden por democracia.

El silenciamiento sistemático de la corrupción de los "amigos políticos" que hacen esos medios tiene detrás un planteamiento antidemocrático. En las democracias occidentales está asentada la idea de que la corrupción resta legitimidad al Estado, ya que los ciudadanos se sienten defraudados por unos políticos en los que depositan su confianza para desempeñar cargos públicos y defender los intereses colectivos, pero estos, cuando se corrompen los utilizan para su beneficio privado. El problema surge en el momento en que al tópico de "todos son iguales, todos hacen lo mismo", se le suma la creencia de que las elecciones sólo sirven para sustituir a un grupo de corruptos conocidos por otro de corruptos por conocer.

Si esto fuera así, la democracia sería una estafa, habría que removerlo todo, y la "empresa-partido" o "empresa-gobierno" en que se han convertido el partido político de turno, quedaría fuera del poder. Y eso nunca, claro. La solución es que la denuncia de la corrupción tenga un límite, aquel en el que queden a salvo "los míos".

En estas circunstancias, la propaganda de esos medios resalta que la derecha tiene el patrimonio histórico de la corrupción, no la izquierda, mientras que "nuestros" acusados son víctimas de complots o exageraciones. De esta manera, la derecha queda como el actor político que deslegitima el Estado democrático y que, por tanto, carece de la fiabilidad suficiente como para que los ciudadanos depositen en ellos su confianza.

De ahí que El País, y sobre todo Público, invoquen a la fidelidad del votante de izquierdas a sus partidos, mitifiquen y se apropien de episodios históricos, o que recurran a viejas mentiras como la de la superioridad moral o la de la exclusividad en la creación cultural.

Sin embargo, la corrupción es un fenómeno general y frecuente, aquí y en el resto del mundo, provocada por la profesionalización de la casta política y la "empresarización" de los partidos y de los gobiernos. Donde el problema no es que un ministro acepte un soborno –que ya es grave–, sino que las instituciones sólo funcionen a través de sobornos, nepotismo y demás triquiñuelas al margen de la Ley.

Ninguna democracia es perfecta, ni nunca lo será, pero aquellos que por intereses partidistas ocultan sus fallos, como el de la corrupción, son los que más daño le hacen porque manipulan a la opinión pública y pervierten el sistema que dicen defender.

En España

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