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Luis Hernández Arroyo

El origen de las instituciones eficientes

El parlamentarismo, por ejemplo, que tan obligado es apreciar ahora no es un producto de una deliberación ilustrada, sino el resultado de las luchas de religión y de poder durante más dos siglos en Inglaterra

Para mí las instituciones eficientes son las que Hayek definía como tales: las que demuestran con el transcurso del tiempo una eficiencia social, independientemente de si su origen es más o menos racional. Esa eficiencia depende de su capacidad de adaptación: nunca permanecen idénticas a sí mismas, aunque sigan denominándose igual. Las creencias irracionales y el azar hacen a las instituciones, la adaptación evolutiva demuestran su utilidad. ¿El lenguaje humano, el ejemplo mas utilizado por Hayek, tiene un origen racional? Por el contrario, sospechamos que sin él no habría capacidad de raciocinio.

De ahí el escepticismo de Hayek hacia el racionalismo constructivista, que pretende, especialmente desde la Ilustración, derrocar y sustituir instituciones, consideradas irracionales, por otras de "dimensión humana", ya que serían hechas ajustadas a la razón. El objetivo primero de ese afán revolucionario fue la religión. Ya sabemos como acabó esa vocación humanista.

No es casual que en las decadencias de las más altas culturas, sea la griega, la romana, o la occidental, cobre un papel preponderante la Razón entronizada sobre todos los demás valores. Es una observación de Ortega y Gasset (El ocaso de las revoluciones) que creo que encaja muy bien con el fondo básico de Hayek que, en mi opinión, es la desconfianza hacia la capacidad constructiva de la razón frente a la más humilde, pero contrastada, del crecimiento evolutivo de las civilizaciones y culturas. La razón debe servir, según Hayek, para valorar precisamente la imposibilidad de controlar todos los elementos del camino recorrido, y para ser prudentes a la hora de cambiar las bases invisibles que sustentan la estabilidad social.

El parlamentarismo, por ejemplo, que tan obligado es apreciar ahora no es un producto de una deliberación ilustrada, sino el resultado de las luchas de religión y de poder durante más dos siglos en Inglaterra, que nosotros, los continentales, tomamos prestado torpemente a través de la Revolución francesa. No supimos leer la lección que Inglaterra impartió un siglo antes, en 1689, el dolor y la sangre que se derramó hasta que la Restauración de la Corona y el poder compartido satisfizo a todos los ingleses, que al final aprendieron que del poder abusa igual o más un rey que un parlamento.

Y es que los brillantes razonamientos, las abstracciones matemáticas, si no tienen la humildad de ser contrastadas por los hechos, tienen un efecto debelador cuando consiguen llegar al poder. No es el malestar material, sino la arrogante razón, la que desencadena las revoluciones, como dice Ortega. La descripción que hace de la perversidad de la razón, emancipada de la tradición y de las creencias –que son las que han suministrado la base edificadora del avance social–, se parece mucho a esa expresión de Hayek de "fatal arrogancia", en referencia al constructivismo racionalista de cuya capacidad destructiva tenemos numerosos ejemplos en Europa y España. ¿No fue la experiencia de la República un ejemplo perfecto de destrucción de las costumbres y tradiciones, que en nombre de una superioridad ilustrada destruyó a la nación?

En esto y en tantas otras cosas no vale lo que diga la teoría, sino los hechos. Los hechos nos son dados por la historia. ¿Qué descalifica al marxismo, su locura elucubradora o su fracaso histórico? Si hubiera triunfado, si no hubiera sido rechazado, como lo fue, por los pueblos a los que se impuso por la fuerza, ¿qué pensaríamos ahora?

Por el contrario, ¿qué justifica al liberalismo? Su éxito, desde luego, no su brillantez demostrativa: los liberales sabemos razonablemente que el liberalismo ha sido contrastado en el pasado, que ha funcionado, y también que se ha demostrado la injerencia en la libertad es destructiva. Luego sí, vinieron los filósofos y economistas ilustrados a ponerse las medallas. Pero no fueron ellos los que inventaron la libertad. La libertad consagrada en las leyes nació y creció con una fe religiosa. Y lo que debemos aprender de esto es lo que en el fondo recomendó Hayek (aunque a él se le olvidaba a veces): a ser humilde y practicar lo contrario de lo que llamaba, acertadamente, la "fatal arrogancia" –la arrogancia de la razón desligada de los hechos– en la que ahora algunos liberales están ensimismados.

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