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Luis Herrero

La batalla que se adivina

Sánchez y Rajoy han sentado las bases para que Ciudadanos pegue en noviembre el brinco que no acabó de consumar la semana pasada.

Sánchez y Rajoy han sentado las bases para que Ciudadanos pegue en noviembre el brinco que no acabó de consumar la semana pasada.
Ciudadanos

Me da en la nariz que a Sánchez y a Rajoy, los titulares del duopolio partisano que se desvanece, los dos líderes más vapuleados por las urnas de mayo, les ha picado la misma mosca dormidera y sin ponerse de acuerdo han sentado las bases para que Ciudadanos pegue en noviembre el brinco que no acabó de consumar la semana pasada. El primero le va a ceder la centralidad de la izquierda y el segundo el sonajero para espantar el miedo a Podemos. Vayamos por partes.

Pedro Sánchez es un líder precario. Lleva en sus manos la ofrenda electoral más birriosa que un secretario general socialista haya puesto jamás a los pies de su partido en unas elecciones municipales y autonómicas. Se yergue sobre él la amenaza de hacer bueno al pésimo Rubalcaba. La sombra andaluza le pesa como un espectro de plomo. Tiene prisa por sacudirse tanta rémora y piensa que la mejor manera de conseguirlo es convirtiéndose en el hombre que devolvió al PSOE a los ámbitos de poder de donde sus antecesores fueron desalojados a batacazo limpio.

La lógica funcionaría si esa reconquista del poder se basara en una revitalización del voto socialista. Pero no es el caso. La ecuación democrática es simple: a más votos, más poder. Pero Sánchez pretende sustituir esa premisa por su contraria: más poder con menos votos. Cuanto peor, mejor. Y lo cierto, por insólito que parezca, es que puede hacerlo, al menos en el corto plazo, porque la topografía electoral alumbró la semana pasada esa extraña paradoja. Con el peor resultado electoral de su historia, el PSOE tiene al alcance de la mano la presidencia de media docena de comunidades autónomas… siempre que Podemos lo consienta.

Y esa es, precisamente, la coda donde radica el meollo de la cuestión: es necesario que Podemos lo consienta. Es decir, que el empujón que Sánchez necesita para pasar a la historia como el líder socialista que recuperó el poder en Extremadura, Castilla-LaMancha, Aragón, Valencia o Baleares no procede del aliento de las urnas, sino del plácet de la izquierda radical, populista y bolivariana que tanto había denostado durante la campaña.

Si el PP hubiera caído un poco menos o Ciudadanos hubiera subido un poco más, Sánchez, con doce de los suyos, caminaría a estas horas -polvo, sudor y hierro- en dirección al destierro. Pero la aritmética es así de caprichosa y ha dejado las cosas de tal modo que el PSOE, sin más mérito propio que el de haber hundido un poco más su propio suelo, aspira a ser partido de gobierno en media España sólo con abrazarse -pelillos a la mar- con quien hace quince días era un demonio perroflauta y vocinglero.

Esos trucos siempre acaban mal. El cortoplazismo, también en política, es pan para hoy y hambre para mañana. No hay nada bueno en convertir el poder en un fin en sí mismo. Tras el golpe de efecto de Sánchez, Iglesias se convertirá de cara a la galería en el magnánimo bienhechor que levanta a la derecha de sus poltronas, a cambio de nada, a la espera de que el PSOE, desvestido de la centralidad que le ha permitido ser durante décadas opción mayoritaria de gobierno, pague en las urnas el precio de su escoramiento y le entregue las llaves de la hegemonía progresista. Entre el bocado que le dará Podemos por la izquierda (¿para qué votar al títere si puedes votar directamente al que le mueve los hilos desde arriba?) y el que le dará Ciudadanos por el centro, Sánchez quedará convertido en diciembre en el atleta político que batió dos veces consecutivas el récord de su peor marca.

Un festín a costa de Rajoy

Pero Ciudadanos no engordará en las urnas de las generales sólo por engullir a los moderados socialistas que se han quedado huérfanos de centralidad. También se dará un festín a costa de la torpeza de Rajoy, víctima de esa absurda ensoñación que le lleva a pensar que el pánico a Podemos, convertido en Madrid y Barcelona en algo más que una simple amenaza demoscópica, devolverá a los abstencionistas del PP -ahora llamados electores silentes- a la disciplina del voto útil. Creo que se equivoca.

Es verdad que los electores moderados tratarán de evitar que el próximo parlamento caiga en manos de las Adas Colau y Manuelas Carmena que Iglesias tiene cubiertas con lonas en las cincuenta y dos circunscripciones electorales, pero disiento en que lo vayan a hacer regresando a las siglas que traicionaron su confianza. ¿Por qué tendrían que hacerlo si ya ha quedado claro que un poco más de Rivera en los roscos televisivos de la noche electoral hubiera bastado para cerrarle las puertas al consorcio Sánchez-Iglesias? Añádase un concejal más de Ciudadanos a la cosecha municipal madrileña y se volatilizará la cábala Carmena. Rita Barberá aún seguiría al caloret de la alcaldía valenciana si la dentellada de Ciudadanos al PSOE hubiera sido un poco más fiera. Con un puñado de votos añadidos en Castilla-La Mancha, Ciudadanos habría superado la barrera del cinco por ciento y García Page estaría criando malvas en Toledo. Y así en tantos lugares.

Rajoy no tiene el monopolio de la vacuna anti Podemos. La suya, de hecho, no sólo no es la única, sino que tampoco es la mejor. La fórmula mágica de la que administra Rivera, además de conseguir los mismos efectos, evita en quien la consume efectos secundarios tan indeseables como el de sentirse votante cautivo, premiar gestiones calamitosas, consolidar estructuras políticas obsoletas, apostar por líderes marchitos o ignorar el desprecio a los principios.

Creo honradamente que si Ciudadanos sabe vender las ventajas de su posición -negándose, entre otras cosas, a facilitar los pactos en los que Podemos sea un sumando de la ecuación aritmética- colocará al PP un palmo más allá del borde del abismo donde ahora se encuentra. Dos millones seiscientos mil antiguos votantes populares prefirieron quedarse en casa, aun a riesgo de permitir con su inhibición el desembarco de la izquierda en la orilla del poder, antes que perdonar los errores del gallego y su cuadrilla, que con permiso de Cela es el título que mejor le cuadra al Gobierno de Rajoy. Así las cosas, hará falta algo más que un cosmético recambio de caras en Génova y el banco azul para animar a los tenaces abstencionistas a que cambien de criterio. Y si lo hacen, a que vuelvan como hijos pródigos a la casa del padre. Mientras Rajoy siga en el cartel, Rivera lo tiene muy fácil.

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