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Serafín Fanjul

Aznar

Aznar no calibró bien el entorno y los cimientos sobre los que sustentaban el esfuerzo y el riesgo: no tenía detrás ingleses de 1940, sino españoles de 2003 que, por supuesto, son –o somos– bien distintos.

El diario El Mundo (28.08.08) ha realizado una entrevista a J. Mª Aznar. En ella, el anterior presidente del Gobierno afirma unas cuantas cosas que no huelga recordar, por sabidas que sean: con frecuencia, en nuestro país afirmar lo obvio resulta sorprendente y hasta heroico y, desde luego, el infractor que osa hablar arrostra la condena, cuando no la persecución, de timoratos y mangantes, invariables sostenedores de la sinrazón convertida en verdad oficial. Una vez más, unas declaraciones de Aznar provocan una marejada virtual, menos real que interesada y engordada artificialmente por tirios y troyanos.

Papanatas, papaxoubas y papamoscas se lanzan por enésima vez a cerrar la boca al vallisoletano: es un testigo demasiado incómodo, dentro y fuera del PP. Y, total, sólo ha dicho que encontró la economía en ruinas, que a la ETA hay que asfixiarla, que el PNV es desleal con España, que el PSOE actuó canallescamente entre el 11 y el 14 de marzo de 2004 (el adverbio lo pongo yo), que Pujol es un político inteligente y serio del cual discrepa en varios asuntos, que la reunión de las Azores confirió a España un papel internacional perdido hace dos siglos… Es decir, está oficiando de portavoz a la fuerza – no pidió la entrevista, se la pidieron– de la mayoría de los votantes del PP, ya que la actual dirección de su partido no se moja ni en la ducha y aspira a un angelical traspaso de poderes, cuando Rodríguez, camino de Damasco o de Doñana, caiga del coche blindado y comprenda cuánta bonhomía y cuánto amor anidan en el tierno abrazo que Rajoy le brinda cada día. Alguna vez llegará el milagro, la transmutación, la ósmosis perfecta entre PSOE y PP y se comprobará por vía empírica algo que también sabemos: cuán intercambiables, de partido a partido, son algunos dirigentes políticos. Pero no Aznar.

Este hombre hace rabiar por desentonar, renunciando a presentarse a un tercer mandato cuando estaba en la cresta de la ola y por tanto por mantener lo prometido ("Es un hombre de palabra", ha dicho Pujol subrayando el valor pedagógico del gesto); yéndose del Gobierno sin haber metido la mano más que en sus bolsillos (¿se imaginan la que habrían montado Prisa y el PSOE de oler el más mínimo atisbo de corrupción?); y habiendo intentado conseguir un lugar de primera línea para España, algo que los progres aborrecen porque los deja a la intemperie ante su propia insignificancia y miseria: es mucho más divertido ensañarse con los almerienses descalzos y piojosos de los cincuenta, como hacía J. Goytisolo, próximo Premio Cervantes (apunten). Pero tal vez Aznar no calibró bien el entorno y los cimientos sobre los que sustentaban el esfuerzo y el riesgo: no tenía detrás ingleses de 1940, sino españoles de 2003 que, por supuesto, son –o somos– bien distintos.

Criticar a un político a posteriori y resaltar sus errores –o los que se toman por tales– cuando los efectos de sus decisiones ya se han producido es uno de los ejercicios más baratos y cómodos que se pueden dar en el mundo: ¿quién intuía que los terroristas islámicos atinarían con tal puntería en la línea de flotación de este barco de caguetas? ¿No se acuerdan ya del "Comando Dixán", ja, ja, qué risa? ¿Qué culpa tiene Aznar de que los americanos realizaran la invasión de Irak con una insuficiencia de medios manifiesta para sofocar cualquier veleidad de resistencia? Porque no nos engañemos, fuera de la izquierda –que sólo atiende a su sectarismo y su bolsillo–, la población, la gente, los españoles que el 14-M no votaron al PP (multitud) siendo sus votantes habituales, sólo veían que la guerra, en contra de lo previsto, se había alargado un año y se agarraban inconscientemente a la miserable sugerencia de aquella pancarta de Barcelona que tanto regocijaba a sus portadores: "Las bombas lanzadas sobre Irak estallan en Madrid".

Y todavía hoy, entre periodistas de derechas y bien de derechas, sigue siendo un lugar común dar por condenada de antemano la intervención en Irak antes de cualquier argumento, de cualquier dato o reflexión: hay que estar en la pomada, a bien con los colegas que dicen lo mismo. Aznar se equivocó y punto, este hombre vino a estropearnos el pasodoble con sus sueños heroicos, qué lata de Empecinado, con lo sosegada y sabrosa que es la siesta abrazados a una hermosa almohada pacifista…

En otras ocasiones lo hemos sostenido por extenso y lo reiteramos: respecto a Irak, Aznar hizo lo que debía. Y no es poco tratándose de un presidente español. Había razones poderosas, amén de nuestro interés nacional: acabar con un tirano y una tiranía repugnantes (los cuatro comunistas que restaban por aquí ni sabían que Saddam Husein había exterminado a sus correligionarios de allá de formas espeluznantes); iniciar un proceso de democratización en los países de Oriente Próximo; combatir el terrorismo islámico, con una cruda advertencia a Irán (que, por cierto, se encuentra entre Irak y Afganistán). Pero lo más importante es que entre las consideraciones y problemas de los españoles de 2004, la guerra de Irak, objetivamente, no se hallaba ni entre los veinte primeros conflictos y motivos de preocupación. Las bombas desataron el pánico, voces mezquinas relacionaron Irak con los atentados y sobrevino la estampida.

Quizás nunca se sepa la verdad verdadera, no la judicial, que es de chiste, pero entre tanto se culpa a José María Aznar de todo, en bloque. Y se pretende que ni hable. Y, sin embargo, si algo podemos reprochar a Aznar (en el plano político, no en el personal, claro) es no haberse postulado para una tercera presidencia: él no habría perdido las elecciones de 2004. Ni con atentados.

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