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Cristina Losada

Huellas de la sumisión

Total, que no costaba nada desistir del ejercicio de un derecho y si no lo hacías, o faltabas al respeto o eras bobo.

Recientemente, uno de los comisariados que velan en Galicia por la erradicación de la lengua ajena y opresora nos hacía llegar a los que ha recluido en el Sector-6, o sea, a la sociedad, un compendio de directrices que debemos cumplir para satisfacer los deseos de sus autores y del parlamento gallego, que aprobó en su día por unanimidad, bajo la égida de Fraga, una intervención masiva y abusiva –¡mil medidas!– en un ámbito que sólo sobre el papel mojado de la Constitución corresponde exclusivamente al ciudadano: el de emplear una u otra de las lenguas cooficiales. Junto a las instrucciones, que no podían sino resultar grotescas en su forma y en su fondo, como se comentaba aquí y aquí, aparecía, bajo el epígrafe "Análisis de algunos problemas reales", una especie de vaselina conceptual para la imposición.

"En el caso de Galicia", aseveran los gestores (socialistas) de la Política Lingüística, "las personas que utilizan siempre el castellano conocen perfectamente el gallego. Quien en Galicia decida hablar siempre en gallego sabe que ese mismo día puede poner en práctica su decisión (...). Hay personas en Galicia que no hablan nunca gallego, pero que podrían hablarlo si quisieran. Esta es una realidad muy peculiar del caso gallego (...)". A este fenómeno lo llaman, en su jerga, "competencia pasiva" y ha de ser por ella que en los informes que envían a las burocracias europeas, los hablantes de gallego constituyen prácticamente el cien por cien de la población. Cierto que algunos –muchos, según últimas encuestas– no lo emplean habitualmente, pero todos podrían hacerlo y al día siguiente de decidirlo. Sólo falta la voluntad, luego no hay excusas para los que se resisten. Si la anomalía de la "normalización" vive del chantaje emocional, éste, en particular, configura el umbral para la entrada de las sanciones que han de convencer a esos que pueden y no quieren.

La premisa de nuestros comisarios es falsa, a menos que se acepte que el gallego es eso que farfullan los políticos en público, pero caso de existir esa pasiva competencia no sería una realidad peculiar nuestra. Quien abra el libro de Federico Jiménez Losantos, La ciudad que fue, por su página 334, se encontrará con el mismo mendaz argumento aplicado a Cataluña en un editorial de El País, de mayo de 1981. Se titulaba la pieza "Recelos anticatalanes", iba dirigida contra el Manifiesto de los 2.300 y decía que cualquier intelectual residente en aquellas tierras, "y que no sea muy cerrado de actitud o de mollera, si realmente está dispuesto a practicar ese respeto mutuo que se invoca en el mismo manifiesto, puede llegar a entender el catalán en unas semanas, y hasta hablarlo, aunque sea defectuosamente, sin esfuerzos sobrehumanos". Total, que no costaba nada desistir del ejercicio de un derecho y si no lo hacías, o faltabas al respeto o eras bobo.

Toparse veintiséis años después con idéntica incitación a renunciar a la libertad, con similar chantaje y parecida amenaza, conduce a una reflexión melancólica sobre el camino transitado por el socialismo español hasta su fusión actual con el nacionalismo. Aquel editorial de El País fue la primera señal inequívoca de la entrega. Una entrega ideológica por razones crematísticas. Los negocios aconsejaron aquella sumisión entonces y luego, otras. Cuando ya no eran sólo los negocios, sino también el poder lo que dependía de los nacionalistas, el Prisoe pasó a subsumirse. Se convertiría así en miembro acomplejado de ese clan que no conoce ni reconoce libertad ni igualdad, y que explota el mito de la identidad, Blut und Erde, en su beneficio. La tribu es hoy tan fuerte como amplio es el abanico de sus compañeros de ruta. Ahora mismo, al terminar esta columna, ningún medio salvo éste publica una línea sobre la presentación en el parlamento catalán de una propuesta de Convivencia Cívica para disponer de una enseñanza bilingüe.

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