
Caminaba por El Viso la noche de Halloween, entre telarañas de mentira, luces naranjas y un ejército de disfraces apresurados. Brujas, gatos, esqueletos. Y pensé que la verdadera fiesta del disfraz no es esta noche, sino el resto del año.
Hay gente que vive disfrazada los 364 días siguientes (de ejecutivos ejemplares, de parejas felices, de artistas incomprendidos). De "naturales", incluso. Y cuando por fin llega el 31 de octubre y se les permite ser otro, no saben qué ponerse, porque ya no saben quiénes son.
Vivimos en un mundo que premia la caracterización constante. Nos hemos acostumbrado a traducirnos en etiquetas, en versiones editadas de nosotros mismos, en avatares. La mujer sofisticada, el hombre interesante, la pareja de revista. Nadie quiere ser anónimo, ni discreto, ni normal. El disfraz ya no se compra, se fabrica y se comparte. Y lo peor es que se nos ha olvidado salir de él.
No es una cuestión de enseñar más o menos (cada uno tiene su propio termómetro estético), sino de esa necesidad de impostar algo, aunque sea por unas horas. Unas orejas de gata, unos colmillos de plástico o una capa de purpurina son solo el recordatorio amable de que vivimos en una época donde todos interpretamos un papel, incluso los que juran ir "sin maquillaje".
Halloween me da igual como fiesta. Lo que me fascina es su sinceridad involuntaria. Por un día, la impostura se confiesa. Nos disfrazamos para divertirnos, no para sobrevivir. El resto del año, el disfraz es invisible pero obligatorio (los códigos de vestimenta, los de conducta, los de Instagram).
Y sí, yo también me disfrazo. De periodista, de mujer segura, de alguien que no mira el móvil cada cinco minutos. Todos tenemos un papel asignado y aprendemos a interpretarlo con naturalidad, hasta que llega el momento de quitarnos el maquillaje y descubrir que la cara de debajo también es una máscara.
Ayer, mientras caminaba hacia un cumpleaños, vi grupos enteros de personas disfrazadas de sí mismas. Algunos iban de "elegantes", otros de "cool", otros de "misterio calculado". Y pensé que quizá la moda, la verdadera, no consiste en disfrazarse, sino en atreverse a ir sin personaje (aunque eso dé más miedo que cualquier máscara).
Al final Halloween tiene algo honesto. Durante unas horas admitimos que jugamos a ser otros. El resto del año fingimos que somos nosotros mismos.
