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Luis Herrero Goldáraz

Esta época del año

Desde que los veranos son anunciados con la primera ola de calor, el verano es menos verano y la vida es menos soportable.

Desde que los veranos son anunciados con la primera ola de calor, el verano es menos verano y la vida es menos soportable.
Pixabay/CC/Ben_Kerckx

Yo no sé exactamente cuándo empecé a notar las olas de calor. Supongo que debió de ser más o menos cuando comencé a cansarme jugando al fútbol, o quizá un poco más tarde. De niño uno no es consciente de casi nada y es difícil saber si eso pasa por la absoluta inexperiencia de la edad o por la robustez elástica que la acompaña, esa extraña cualidad humana que nos hace prácticamente indestructibles hasta que ya somos capaces de diferenciar qué temeridades deberían rompernos los huesos y cuáles no. Recuerdo nítidamente el verano en que caí en la cuenta de que me estaba haciendo viejo, recién cumplidos los 13 años. Fue en un momento en que me vi obligado a detener la bici para tomar aire debajo de un pino, tan sólo siete horas después de haber comenzado mi rutina diaria de perseguir furtivamente a la niña que me gustaba por la playa y de jugar en el parque a las embestidas con mis amigos, que desde que se había estrenado Destino de Caballero no habíamos descubierto otra forma más entretenida de partirnos la crisma los unos a los otros.

Tampoco sé exactamente cuándo comenzó a ponerse de moda eso de anunciar el apocalipsis todos los años por las mismas fechas. Ni cuando empecé a tomarme en serio los anuncios sobre la importancia de mantenernos hidratados en los viajes largos, mientras dure la canícula. Me apena pensar que los veranos de la inconsciencia y del amor puedan llegar a acabar definitivamente para mí, y que a partir de algún momento mi vida consistirá cada vez más en preocuparme por cuestiones tan concretas como el clima, esa cosa que antes era intrascendente porque lo único que alteraba era el paisaje que decoraba lo importante.

Desde que los veranos son anunciados con la primera ola de calor, el verano es menos verano y la vida es menos soportable. Uno empieza así, dejando de querer mirar el verdadero valor libérrimo de esta época del año y termina como Peláez, en ABC, escribiendo cada junio contra el advenimiento del infierno en la ciudad, con sus vapores de azufre supurando del asfalto y sus horteras de chanclas en el metro, especie de diablos de la moda a los que ya les da igual todo con tal de sobrevivir al asfixiante estío de Madrid. Se empieza olvidando la infancia y se termina llamando al verano "estío", precisamente, como si la cosa consistiese fundamentalmente en un calor insoportable proyectado por un sol abrasador sin horizontes por donde esconderse. La pérdida del amor comienza con el aburrimiento en la mirada, que tiende a hacer pasar por desechable lo que en realidad es extraordinario.

Pero los que hemos preferido seguir amándolo, pese a sus imperfecciones, sabemos mirar al verano todavía con ojos de enamorado. Y por eso sabemos, también, que nunca es sólo lo que aparenta en las horas centrales del día –aunque podríamos hablar de ellas con la misma nostalgia con la que Camus evocaba su infancia lejana en Argel, aquella época de plazas desiertas, persianas corridas y su abuela dormitando en la cerrada habitación–. Nosotros preferimos abrazarlo cuando comienza a bajar el sol, en ese momento en el que es posible salir a pasear y ver ondulantes los vestiditos cortos, pedir un vaso helado en la terraza de la esquina, darle un beso furtivo en el hombro, moreno y desnudo, a la novia que está ahí, como esperando a que la vida se detenga, y acudir después al cine al aire libre, con la noche ya cerrándose y la promesa de un futuro que esperará hasta que termine la última escena, o el último almendrado, la última copa rebosante de hielo y juventud, o quizá hasta que termine todo. Y nada más.

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