
Hace tiempo que los nazis, con Hitler a la cabeza, se han convertido en la encarnación del mal en el mundo, especialmente para Occidente. Y es sabido que el mal genera una extraña fascinación que puede llegar a ser morbosa.
El verdadero elemento diferenciador del mal simbolizado por los nazis es el Holocausto, especialmente el del pueblo judío. Y, a su vez, Auschwtiz es el símbolo del símbolo, la palabra que provoca escalofríos al ser escuchada o leída.

Aquel campo de exterminio, construido inicialmente sobre la base de unas instalaciones militares polacas de antes de la guerra, fue ampliado posteriormente al cercano Birkenau, hasta el punto de que la forma correcta de referirse al conjunto es Auschwitz-Birkenau. Si el primero es un campo relativamente pequeño y convencional (si no supiéramos lo sucedido allí podría pasar por un cuartel, que lo fue, o hasta por una urbanización), mientras que Birkenau se muestra, ya de lejos, como otra cosa: una enorme superficie aislada por alambre de espino y electrificada, donde tuvo lugar la mayor masacre de seres humanos inocentes e indefensos de la historia. Allí estaban los famosos barracones inhumanos; la estación terminal de la casi sistemática redada de judíos europeos y, sobre todo, los famosos crematorios que constituyen el elemento diferencial, aquello que resolvía "el problema" de los nazis para deshacerse de los judíos europeos. Si, como nos enseñó Alfred Hitchcock, matar a un semejante es muy difícil; hacerlo con seis millones es un problema colosal y la solución encontrada en Auschwitz fue resultado de años de intentos fallidos y experimentos.
Allí fueron incinerados, al poco de llegar o tras días, semanas y meses de calvario, más de 1.100.000 personas. Recordemos aquí también a los gitanos, prisioneros de guerra y otros colectivos que vivieron su último amanecer en aquella siniestra máquina de la muerte.

Lo que se conmemora cada 27 de enero es la liberación de Auschwitz, pero también nos lleva a recordar las feroces marchas de la muerte que organizaron los nazis para evacuar de forma criminal los campos de exterminio. No bastaba con haber machacado a esos seres humanos durante años, convirtiéndolos en sombras de lo que fueron, había que llevárselos al oeste, en condiciones extremas, ante el avance soviético, para rematarlos.
Así, lo que los soldados rojos encontraron en el campo, además de muerte y destrucción, fueron unos pocos miles de supervivientes incapaces de moverse y abandonados por sus verdugos no por compasión sino, quizá, por incapacidad material de exterminarlos o pensando que el frío y el hambre terminarían lo que ellos habían empezado.
El Holocausto es infinitamente más que Schindler
Me dicen que, como signo de los tiempos, algunos de los visitantes actuales del campo se hacen selfies como si estuvieran en una atracción turística, demostrando una insensibilidad que hay que denunciar rotundamente. Visitar Auschwitz es un viaje -en todos los sentidos- que recomiendo y considero muy pedagógico, pero requiere de una actitud de respeto y recogimiento totalmente incompatible con la frivolidad de la foto propia para testimoniar el paso por aquel lugar. Afirmo que no hace falta ningún recuerdo gráfico para rememorar el paso por aquel lugar. Es inolvidable.
Recuerdo que la primera vez que vi La lista de Schindler me disgustó porque pensé que todo el horror del Holocausto iba a quedar fijado, para una gran mayoría, en un episodio relativamente liviano del exterminio judío. Auschwitz solo aparecía unos minutos en la larguísima película, para explicar cómo el nazi arrepentido corrompía con diamantes a unos oficiales de las SS para salvar a un puñado de "sus judíos" que habían sido enviados a ese campo "por error". Efectivamente el Holocausto es infinitamente más que Schindler y me pareció una oportunidad perdida. Por cierto, hoy en Cracovia (la ciudad grande más cercana a Auschwitz) se organizan "excursiones Schindler" -por así llamarlas- como sucedáneo de la visita al campo real. Otro ejemplo de las extrañas derivadas del tema que nos ocupa.
Decía Pérez Reverte, con razón, que los editores abusaban con frivolidad de la palabra Auschwitz en los títulos de los libros que publican: el fotógrafo, el tatuador, la bailarina, la enfermera, el superviviente, las modistas, el maestro, los amantes, la huérfana. Añadan "de Auschwitz" a cada una de estas palabras y obtendrán el título de un libro que actualmente se comercializa en España. Y es solo una pequeña muestra. Autores y editores acuden legítimamente donde ven negocio, pero hay ciertas líneas rojas ante las que cabría ser más pudorosos. Como ha demostrado el abuso de la palabra "fascista", la utilización absolutamente desmesurada de un término provoca la pérdida de su significado y, de paso, su frivolización. Algo de eso podría atribuirse al nombre del más famoso campo de exterminio nazi.

Como editor solo he contribuido con un título a esa exagerada "colección", Yo, comandante de Auschwitz de Rudolf Höss. En mi caso se justifica completamente, porque se trata de las memorias de su "fundador" y máxima autoridad del campo durante gran parte de su existencia. Una lectura, por cierto, que pocas veces se da en la historia: el testimonio desacomplejado de un asesino de masas de dimensiones apocalípticas.
Lo mejor que podemos hacer cada 27 de enero -y más en los aniversarios redondos, como este de 2025- es recordar la tragedia que allí se desarrolló y defender la libertad como un bien escaso que puede desaparecer en cualquier momento.
Decía Marx que la historia se repite dos veces: la primera como tragedia y la segunda como farsa. Es inimaginable la versión en clave de farsa de Auschwitz y es imprescindible desmentir a Marx y evitar que nada remotamente parecido se vuelva a producir ni como tragedia ni como farsa.