
En los años anteriores a la Primera Guerra Mundial, época de exacerbamiento del imperialismo por parte de las naciones europeas –más Japón y Estados Unidos–, a España le habían correspondido dos pedazos de Marruecos, entonces llamado el imperio jerifano, en la Conferencia de Algeciras (1906). Uno al sur, Tarfaya, desértico, y otro al norte, con capital en Tetuán y que abarcaba la turbulenta y agreste región del Rif. El resto del país se lo quedó Francia.
Los gobiernos francés y español se comprometieron a poner orden en sus zonas y limpiarlas de bandidos en beneficio del sultán. No se trataba sólo de imponer la paz, sino también de frenar la penetración alemana en el norte de África. Los británicos, además, colocaban en frente de su colonia de Gibraltar a una potencia entonces sin flota. Los políticos españoles, incluido el joven rey Alfonso XIII, aceptaron semejante hueso para recuperar algo de prestigio después de la derrota de 1898 y obtener garantías franco-británicas de protección sobre las pocas colonias, los archipiélagos de Baleares y Canarias y las ciudades de Ceuta y Melilla, amenazadas por otros países, desde Estados Unidos a Alemania.
"Los españoles ni pagan ni pegan"
La penetración española, realizada a partir de 1912 de acuerdo con Francia, fue lenta, torpe y sangrienta. La genialidad que en el siglo XVI había levantado un imperio descomunal en Europa y América, en el siglo XX parecía haber desaparecido. El ejército español, que tenía más generales que el británico o el alemán, era incapaz de pacificar su zona. Faltaban recursos, regateados por los Gobiernos de la Restauración, y estrategia. Un dicho que circulaba sobre la política colonial de cada país decía: "Los ingleses pagan y pegan. Los franceses no pagan, pero pegan. Y los españoles ni pagan ni pegan".
El Protectorado se convirtió en un sumidero de hombres y de dinero. Otras naciones tenían tropas y oficiales preparados para combatir en las colonias; España seguía enviando quintos cuyos padres no podían pagar su redención. La Legión se fundó tan tarde como en 1920. El primer choque sangriento con los rifeños se produjo en el barranco del Lobo, cerca de Melilla, en julio de 1909, donde murió más de un centenar de soldados españoles.
Quien fue alto comisario de Marruecos unos meses en 1923, Luis Silvela, denunció la existencia en África de "un régimen exclusivamente militar, donde los intereses creados de todo tipo necesitan que la guerra continúe".
Aunque los gobiernos defendían la necesidad de estar en Marruecos por cuestiones de prestigio y por supuestas ventajas económicas –minas de hierro, comercio…–, dentro de España crecía la oposición a la que se definía como acción de policía y civilizatoria. Uno de los críticos fue el general Miguel Primo de Rivera (1870-1930), marqués de Estella, miembro de uno de los linajes militares más conocidos del siglo XIX. En 1917 pronunció en Cádiz un discurso en el que rechazaba la presencia española en Marruecos y proponía el ofrecimiento a Londres de cambiar Ceuta por Gibraltar. Volvió a decir lo mismo en noviembre de 1921 en el Senado, en un debate sobre Annual.
Durante la Primera Guerra Mundial los gobiernos españoles suspendieron sus operaciones contra los jefes rebeldes Ahmed al-Raisuli, asentado en la Yebala, en la zona occidental, y Abd el-Krim, antiguo empleado de la Oficina de Tropas y Empleados Indígenas de Melilla, que controlaba el Rif, para no irritar a las potencias europeas. Concluida la Gran Guerra, se reanudaron los despliegues y combates, hasta que en julio de 1921 se produjo el Desastre de Annual, a menos de cien kilómetros al oeste de Melilla y como parte de una operación militar cuyo comandante, el general Fernández Silvestre, apuntaba a la conquista de la bahía de Alhucemas, solar de la cabila Beni Urriaguel.
Según el informe del general Juan Picasso, encargado de la investigación, el número de muertos españoles fue de 10.973 y el de marroquíes leales 2.390; otros cálculos rebajan los españoles caídos a unos 8.000. Fue la mayor derrota de un ejército europeo en África. También se trató del mayor número de bajas para una sola batalla sufrida por las fuerzas armadas españolas, hasta la guerra civil.
En ese momento de terror, en la Península no había ninguna división preparada para ser trasladada a Marruecos.
El dictador quiere abandonar Marruecos
Semejante catástrofe, unida a la disgregación de los dos partidos dinásticos, la crisis económica y el malestar social, el terrorismo –que mató incluso a un presidente de Gobierno y al arzobispo de Zaragoza–, las conspiraciones de los enemigos del régimen –socialistas, catalanistas, juntas de defensa militares, republicanos…– y el déficit permanente, influyó en el pronunciamiento del capitán general de Cataluña, el general Primo de Rivera, el 13 de septiembre de 1923.
En su manifiesto, el militar jerezano decía sobre Marruecos:
"Ni somos imperialistas, ni creemos pendiente de un terco empeño en Marruecos el honor del ejército, que con su conducta valerosa a diario lo vindica. Para esto, y cuando aquel ejército haya cumplido las órdenes recibidas […] buscaremos al problema de Marruecos solución pronta, digna y sensata."
Los británicos ni se plantearon aceptar su propuesta de intercambiar Ceuta por Gibraltar; y el abandono del Protectorado habría ido contra los compromisos internacionales de España, aparte de provocar la crisis que la Conferencia de Algeciras había evitado. Pero había que tomar decisiones. En el Protectorado estaban desplegados 125.000 soldados, que engullían recursos necesarios para la reconstrucción del país. Y, encima, mal equipados: los soldados se calzaban no con botas, sino con alpargatas; y en vez de mantas usaban ponchos.
El Directorio Militar optó por la retirada a unas líneas fijas de defensa, en mayo de 1924, que acortaban los frentes y reducían las bajas. Tanto el rey como los militares africanistas, que acababan de fundar la Revista de Tropas Coloniales –donde escribía el teniente coronel Francisco Franco, comandante de la Legión–, se oponían al abandono. Primo de Rivera viajó al norte de Marruecos y se encaró con ellos. En un almuerzo con los legionarios, en el que estaba presente Franco, les espetó: "No tenéis derecho a creer que monopolizáis el patriotismo".
Al final, el Gobierno optó por esperar a que Abd-el-Krimn cometiese el error de atacar a los franceses, que entonces se avinieron a un plan conjunto con los españoles. El desembarco en Alhucemas estaba preparado sobre el papel desde 1923. Un comité presidido por el general Martínez Anido redactó un borrador, pero el último Gobierno parlamentario lo archivó.
La operación de Alhucemas se realizó con tal éxito que hasta los militares franceses cambiaron de opinión sobre los oficiales españoles. Éstos habían mejorado la intendencia y hecho trabajar las armas coordinadamente, de manera que la artillería terrestre y naval bombardeaba primero los caminos por los que iba a moverse la infantería. Pero la guerra no acabó en Alhucemas.
La ofensiva conjunta hispano-francesa en la primavera de 1926 condujo a la rendición de los rifeños –Conferencia de Uxda– y la de Abd-elKrim, que en mayo se entregó a los franceses, de los que esperaba mejor trato que de los españoles. Se liberaron los demás prisioneros españoles. Y en el invierno de 1926-27 prosiguieron las penetraciones de los dos aliados en la república del Rif. Por fin, el general José Sanjurjo firmó una orden el 10 de julio de 1927 que dio por terminada la guerra. Primo de Rivera alcanzó el cenit de su popularidad.
Ese habría sido el momento para iniciar la salida de la Dictadura, hasta entonces sólo criticada por los viejos políticos de los partidos conservador y liberal, que suspiraban por un retorno al turno de partidos, y por los empresarios a los que el final del saqueo del Presupuesto les había reducido las ganancias. Hasta los socialistas del PSOE y la UGT colaboraban con el régimen; Francisco Largo Caballero era miembro del Consejo de Estado desde 1924. Como táctica para eliminar a la CNT e infiltrarse en el Estado, pero ahí estaban.
El intento de perpetuarse
Primo de Rivera se olvidó de su promesa de permanecer sólo unos meses en el gobierno –noventa días llegó a decir– y trató de institucionalizar el régimen, sin duda influenciado por el éxito de Benito Mussolini en Italia y por el sindicato de adictos que acaba rodeando a todos los poderosos. En abril de 1924, el dictador había presentado la Unión Patriótica, una especie de partido único; los partidos totalitarios de la época –bolchevique ruso, fascista italiano y nacional-socialista alemán– nacieron en la oposición para conquistar el poder, no al revés.
Genoveva Queipo de Llano califica la Dictadura como "un sistema autoritario peculiar, que nunca fue fascista y siempre mantuvo un tono regeneracionista"; o sea, decimonónico y limitado en sus facultades.
En diciembre de 1925, Primo disolvió el directorio militar, con el que gobernaba desde el principio, y restauró el consejo de ministros, del que se nombró presidente. En él destacaba la presencia del joven abogado del estado José Calvo Sotelo.
En septiembre de 1926, la Unión Patriótica pidió al gobierno un referéndum en el que se preguntase a los españoles si aprobaban la instauración de una cámara legislativa. Fue la primera ocasión en que votaron las mujeres en España. La nueva cámara dispondría de tres años para elaborar un nuevo ordenamiento jurídico. El rey retrasó la aprobación de la Asamblea Nacional Consultiva hasta septiembre de 1927. La formaron 429 miembros designados por el general y algunas instituciones, entre los que hubo una docena de mujeres. Su labor fue un fracaso, sobre todo el proyecto de Constitución autoritaria de 1929, pero animó las conspiraciones al demostrar que Primo, todavía joven –nació en 1870–, no pensaba en retirarse.
A partir de entonces, políticos profesionales, intelectuales, masones, catalanistas, socialistas, militares, cortesanos y hasta varios de los empresarios y latifundistas perjudicados por la constitución de empresas públicas como la CAMPSA y la reforma fiscal de Calvo Sotelo –al que habían motejado de "ministro bolchevique" en la habitual campaña de prensa–, se conjuraron contra el militar. En enero de 1930, el dictador, muy poco dictador, consultó a los capitanes generales si tenía su apoyo; las respuestas, y su cansancio, le llevaron a dimitir.
Primo de Rivera murió en marzo en París de la diabetes que padecía. El gobierno que le sucedió por voluntad real, presidido por el general Dámaso Berenguer –otro derrotado de Marruecos–, le escamoteó honores y censuró los elogios en la prensa. La España oficial incluso le regateó sus méritos en la pacificación de Marruecos. En cambio, esos militares africanistas con los que discutió en 1924 fueron los que le reivindicaron en el régimen vencedor de la Guerra Civil.
