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Agapito Maestre

Peñas al mar

La crítica literaria de don Marcelino nos hace vivir y revivir la obra de un escritor.

La elegancia parecía en el escritor Juan García, pseudónimo de Amós de Escalante, una segunda conciencia. Lo malo le repugnaba, no solamente por malo, sino por feo, vil y deforme. He ahí unas líneas, un prueba cariñosa, del último encantamiento de mi amigo Ángel, el humanista de Villahizán y médico de vocación, en sus lecturas veraniegas de Menéndez Pelayo. Forman parte de un estudio preliminar de don Marcelino para la edición póstuma de las selectas poesías de Amós de Escalante, publicada en Madrid, en 1907. Fue suficiente esa primera impresión sobre la conjunción de ética y estética para que mi amigo se enfrascara en la lectura. Se olvidó hasta de mirar las estrellas y, después de haberme mandado una foto de la Osa Mayor de los brujos de Villahizán, leyó sin parar hasta el amanecer.

¿Qué pudiera contener de interesante ese texto para mantener encantado a mi amigo durante horas y horas?, ¿qué extraños sortilegios escondería la prosa de Menéndez Pelayo para lograr que un lector de verano lograra suspender durante la noche todo contacto con la vida cotidiana? ¡Vaya usted a saber! Sin embargo, mi corresponsal ha tratado de desvelármelos en una larga misiva, incluso me ha contado los efectos psicológicos que tal embaucamiento ha provocado en su alma, o sea en su modo de relacionarse con el mundo. Aunque está lejos de mí contarles algunos de los secretos que me traslada, porque forman parte de las confidencias entre amigos, hay uno que no puedo dejar de hacer público. Parece que Ángel ha tocado con la yema de los dedos y, por partida doble, cómo algunos escritores transforman la vida en una obra de arte. Ha sentido esa agradable experiencia leyendo en los libros de estos dos autores del XIX para nuestra época.

Creo que el embellecimiento de la vida por el ejercicio de la escritura es el mensaje principal de Menéndez Pelayo sobre la obra de Amós de Escalante, pero, seguramente, otro tanto puede decirse del propio Menéndez Pelayo, si prestamos atención a lo escrito por el segundo, en 1876, del ilustre olvidado de nuestras letras:

Ni el patrio amor le ciega, ni el cariño de su trabajo lo extravía; ve en su justa proporción las cosas, y no las desencaja ni tuerce por afán de atribuirles usurpada importancia. Busca los orígenes, analiza y discute la buena o la mala elección de los elementos, el tino o desmaña en aprovecharlos, ya cuales son en sí, ya disfrazados o compuestos al tenor de las necesidades y circunstancias; compara las obras análogas y pide a los testimonios de la crítica contemporánea la razón del aplauso o la indiferencia; hace, en suma, asistir al lector al génesis de la obra, a su nacimiento y a sus destinos en la vida, trazando un cuadro minucioso y cabal dentro de las proporciones de antemano resueltas, de la vida, del gusto y del movimiento literarios en los años que abraza la vida útil del poeta desde su ensayo primero hasta (…) la muerte.

Sí, la crítica literaria de don Marcelino nos hace vivir y revivir la obra de un escritor, junto a su vida y circunstancia literaria, como muy pocas otras lo han hecho en España. Vida, obra y circunstancia caminan inextricablemente entrelazadas. Sus visiones sintéticas de un autor y su tiempo son inimitables. Perfectas. La grandeza de la crítica literaria de don Marcelino reside en hacernos asistir al nacimiento, desarrollo y designio de una obra, como resalta Amós de Escalante, sin desarraigar al autor de su propia vida y circunstancia histórica. Exactamente esos criterios que vio Amós de Escalante para analizar el tipo de crítica que ejerció Menéndez Pelayo con la obra, buena parte de ella escrita en inglés, de Telesforo Trueba y Cosío, fueron utilizados por el sabio santanderino en el prólogo que mantuvo toda la noche en vela a mi amigo Ángel. La lectura de ese texto, aparte de hacernos disfrutar, nos lleva inexorablemente a leer a Amós de Escalante. Exactamente es lo que hizo mi amigo, cuando al amanecer, a la hora de la plena Aurora, buscó en la Internet una obra de quien fue, según Juan Valera, "el mejor educado de los hombres".

Tuvo suerte el humanista de vacaciones. Tecleó en Google el nombre real de Amós de Escalante y, después de un doble clic, apareció en la pantalla Costas y montañas (libro de un caminante), firmado por Juan García. Ahí comenzó otro festín de lectura, de vida que trae más vida, que terminó con mi amigo, como era previsible en tiempo de vacaciones, de viaje a Peñas al mar, que es como llamaban nuestros antepasados a la vertiente septentrional de Castilla. O sea Santander. De hecho su última carta me la remite desde la bella Liencres, cercana a la capital de la Comunidad, donde pasa las horas mirando al mar y leyendo en el libro del mejor cantor de Cantabria. Obra única, singular, de todas las que se han dedicado a lo que hoy se llamarían grandes "guías turísticas" de España. Costas y montañas representa un "género mixto de historia, leyenda, álbum del viajero y fantasía lírica, que la pura ciencia puede, y debe a veces, mirar con recelo; pero que tiene para las almas poética inefable encanto".

Es un libro ideal para solaz de un humanista en vacaciones. Mi amigo no quiere parar de leer. Más aún, quiere trasmitirme un poco del abundante sosiego, del delicioso encantamiento, que vive con su lectura, y me copia el himno al agua del amigo de los hermanos Menéndez Pelayo (Enrique, hermano de don Marcelino, escribió una justa semblanza de su paisano):

Las aguas corrientes no son riqueza sólo; son vida del paisaje. Porque el agua posee los tres accidentes del vivir: luz, voz y movimiento; luz reflejada, como la luz de la pupila; voz ligera y amorosa, soñolienta y grave, como la voz de la garganta humana. No hay soledad donde el agua corre; no hay tristeza donde el agua mana; no hay desierto donde el agua vive. Fecunda el suelo y despierta el alma, arrulla el dolor, ensancha la alegría, es compañía y música, medicina y deleite; sobre sus ondas van blandamente bañados los pensamientos, os los trae de donde vienen, lleva los vuestros a donde van; en ellas refleja el cielo, y podéis contemplarle sin que os ofenda la viva luz del sol, cuando ya la frente se inclina a tierra, o porque la tierra le atrae, o porque el peso de los años la dobla.

Así escribía Juan García, dice Menéndez Pelayo a cada momento, en cada página. Genial comentario para uno de los escritores más elegantes del XIX. Quizá por eso nunca fue popular. Ni nunca llegará a serlo. No importa, mientras sus libros consigan encantar a hombres del siglo XXI, a unos pocos hombres de nuestra época, que no están dispuestos a separar la estética de la ética. Escritura para personas elegantes.

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