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Daniel R. Rodero

De Umbral y sus antídotos

Francisco Pérez Martínez impregnó no pocas tardes de mi esplín pubescente para obligarme luego a recurrir a otros autores que me desintoxicaran.

Francisco Pérez Martínez impregnó no pocas tardes de mi esplín pubescente para obligarme luego a recurrir a otros autores que me desintoxicaran.
Paco Umbral | Cordon Press

La semana pasada -concretamente, el 28 de agosto- se cumplieron quince años de la muerte de Francisco Umbral. Hay una época en la vida -intuyo que de los catorce años a los veinte- en que todo escritor con hambre de idioma debe frecuentarlo. Mas hágalo procurando tener cerca algún antídoto que lo reequilibre, pues, de lo contrario, correrá el riesgo de abismarse en palabrería selvática, pobreza de ideas y cascarones hueros bañados en oro. Entre los antídotos mejores para combatir el veneno-Umbral, pienso en Azorín. Contra la pulsión por el estilo exuberante y pródigo en metáforas, la cálida sobriedad del concepto bien expresado. Contra las umbralianas mascaretas de enfant terrible, la tersura amable de la ponderación.

Uno se culpa de haber perdido buena parte de sus hora de adolescencia leyendo en la soledad de su habitáculo, en vez de partirse los huesos en pachangas futboleras y en juguetear con nínfulas o en haber dejado que las nínfulas jugueteasen con uno. No obstante, uno sacó de aquellos empachos de lectura anárquica un cierto afán de estilo, así como un contraafán escarmentador. Francisco Pérez Martínez impregnó no pocas tardes de mi esplín pubescente para obligarme luego a recurrir a otros autores que me desintoxicaran. De él, creo haber captado algunos recursos para escribir bonito -que no es exactamente escribir bien- y la necesidad de prevenirme contra la tiranía estilística.

La buena literatura no consiste tanto en expresarse fermosamente, cuanto en expresarse con justeza; aunque lo deseable sea aunar ambas cualidades, a partir siempre de un axioma previo: contar cosas; comunicar ideas; razonar, hacer digerible lo razonado y servírselo al lector. Un silogismo sólidamente construido y dicho con elegancia encierra más interés que un alambicado flujo verbante, que esa prosa-leprosa (según le reprochaba Ortega a Gabriel Miró) envolventemente sonajeril. Pero ésta es una conclusión a la que uno llega después de haberse impuesto florear su indumentaria pespunteándola con brocados exquisitísimos, hasta el día en que uno comprueba con decepción que carece de cuerpo para llevar encima semejantes emplastos. Paños así no parecen confeccionados para abrigar personas sino para vestir maniquíes, lo que no deja de entrañar otro ejemplo odioso de la tan aburrida deshumanización del arte.

Umbral se jactaba de que no le gustaba Azorín y en toda su obra no hizo sino demostrarlo. Tampoco le gustaba Gonzalo Torrente Ballester, pese a que tuvo la generosidad de prologar su Ramón o las vanguardias, porque -decía- no le perdonaba su falta de estilo. Pero en los artículos de don Gonzalo -mejor novelista, a mi juicio, que Cela o Delibes, aunque prosista menos orfebre- es fácil toparse con una gavilla de ideas sugerentes, mientras que lo sugerente en Umbral es la metáfora sorpresiva y la ironía-sátira, dos prodigios menores en comparación con el pensamiento macizo.

Yo soy consciente -como fablistán que me propuse ser en mis primeros cuadernos- que tiendo más a lo quevedesco que a la cervantino, pero tampoco ignoro que El Quijote es superior a El Buscón; no en lenguaje, pero sí en humanidad y entendimiento de lo humano. De idéntica forma, cuando cometí la insensatez de escribir versos adolescentes -esa insana costumbre de la que uno jamás termina de curarse-, tiraba de Quevedo más que de Lope o Garcilaso. Mas, entre la literatura hecha para relustrar el lenguaje y la pensada para explicar la vida y el propio tiempo, juzgo que ésta es preferible a aquélla, por más que sea deseable la combinación de ambas.

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Cuando un autor muere, debe pasar un tiempo de purgatorio a la espera de que le llegue el turno, el turno de los clásicos. Para la mayoría del público lector, Umbral no es sino una anécdota televisiva; en cambio, entre los columnistas y aspirantes a columnistas en la España de hoy, abundan los que escriben con la preceptiva de Francisco Umbral en el cogote. Esto se percibe en sus greguerías grutescas y en su propensión a ensayar ingeniosidades al hilo de una actualidad que abdican de comprender, en sus aggiornamentos rizados y en vestirse de etiqueta para ir a por el pan. Las ideas de fondo brillan por su ausencia. Y esto es una provocación que me permito el lujo de escribir porque para algo soy el último mono del columnismo patrio, lo que me preserva incólume en la categoría de ser más lector que otra cosa.

Hace tres semanas, paseaba yo por las calles de nuestro común pueblo (la muy honrosa villa de Coyança) con la secretaria de Igualdad del PSOE, Andrea Fernández, con quien tantas desavenencias me unen. Pasamos frente a una casa donde, según su biógrafa Anna Caballé, Francisco Pérez Martínez vivió de niño y Andrea me comentó que tenía la sospecha de que una bisabuela suya había trabajado allí como sirvienta, sospecha que le haría ilusión confirmar. Yo entonces le puse el símil de que la literatura de Umbral es como un novio cortico de entendederas y egoísta de carácter aunque gimnasio todo él, justo esa clase de novios contra los que el sistema de educación debería prevenir a nuestros adolescentes. Acusó recibo del dicterio y medio sonrió.

Quince años después de su óbito, aquel noviete todo gimnasio ha dado paso a la desproporción del culturista; a ridículas parodias, ribeteadas de lacitos y celofanes. Quiero decir: a la hipertrofia industrial de lo que fue un gran estilo.

Ofrezco, como complemento de lo anterior, la entrada de una especie de diario intelectual que llevé de los diecinueve años a los veintiuno. Releída más de un lustro después, no suprimiría una coma, aunque con ganas me quedo de incorporar algún leve matiz.

Memorias lectoras con mi paisano Umbral

De Francisco Umbral nos han quedado sus boutades y sus salidas de tono, sus gracietas de ogro simpático y su tono grave de moralista amoral. Pienso que carecía de ideas para erigirse en el mejor periodista español de finales del siglo XX y que le sobraban ínfulas de sociólogo marxiano para limitarse a compendiar la médula de su tiempo; pero, con todo, Umbral es un maestro del idioma, un maestro que, como su padrino Cela, tuvo la desgracia de escribir demasiado bien en un castellano demasiado castellano.

Mi relación lectora con Umbral ha pasado por altibajos extremos, desde el fervor juvenil al rechazo tajante, desde el fanatismo acrítico a ese repudio de monja ahíta de noviciados que concedemos a todos los autores de nuestra primera edad. Yo me decidí a leerlo con quince años, aunque no me enfrasqué en la mayoría de sus libros hasta los dieciséis, imbuido como estaba por una voluntad de hablista que me hacía frecuentar escritores de lengua y cultivadores del estilo. Las primeras veinte páginas de Mortal y rosa me enceguecieron, me pareció que estaba ante un modo de hacer prosa pura y vibrátil que quise incorporar de inmediato a mis tentativas adolescentes. Pero acto seguido la venda se me cayó de los ojos y me pareció un libro pelma en el que para encontrar una página elogiable había que soportar tres o cuatro soporíferas. Demasiada hojarasca en la primera mitad del libro.

Por entonces, buscaba sus artículos en internet con la esperanza de descubrir en ellos el secreto de la glosa, el modo de transformar seis o siete párrafos en una pieza brillante. Recopilé cerca de cuarenta columnas -aquellas que más me impresionaron, con "Xavier Arzalluz, alias ‘RH’" a la cabeza y las leí frenéticamente; intenté copiar sus recursos, imitar su actitud de bestia lírica y adoptar su pose, pero, al final, pasada la fiebre, me desengañé. No comprendía aquellos textos infumables donde no encontraba ni ideas ni tesis, sino tan sólo nombres de famosos en negrita y guiños a una actualidad folclórica que, cuando yo me asomé a ella, ya había muerto. El maestro del idioma que con tanta necesidad estaba buscando, el sustituto de un Cela de cuyo empacho debía recuperarme, no podía ser ese madrileño de la melena bífida y el verbo abundoso. Para escribir un buen libro, las imágenes deslumbrantes, las palabras bonitas y la mala baba no son suficientes.

Lo dejé aparcado en la estantería de los autores a los que algún día regresaremos y me olvidé de su nombre. Aquella prosa exuberante, que apenas servía para embellecer pobreza intelectual y novelas a medio construir, rebosaba vacío. Antes, había devorado Leyenda del César Visionario, una obra-borrador a la que me aproximé con la calentura nostálgica del marinero golfo que se despide unos meses de su pánfila amante. Podría haber sido una obra maestra, si lo hubiese trabajado más.

Tuvieron que transcurrir tres o cuatro años para que volviese a abrir otro libro suyo. Por el medio, descubrí que su madre era de Valencia de don Juan y que el escritor pasó allí sus primeros años, en ese pueblo mesetario y apacible que es también el mío. Regresé luego a algunas de sus obras -como supe siempre que ocurriría- y encontré de nuevo en sus páginas al maestro lírico y socarrón que años atrás había buscado bajo su nombre. Creo que títulos como Las palabras de la Tribu; Lorca, poeta maldito; La noche que llegué al café Gijón; sus libros sobre los dos Ramones (Valle-Inclán y Gómez de la Serna) o sus dos series del Diario de un snob, resisten con holgura el paso del tiempo.

Ahora bien, nada de esto obsta para que intelectualmente continúe pareciéndome un gilí, un frívolo, un mal chisguete.

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