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David Jiménez Torres: "Se lleva acusando a intelectuales de traicionar algo, mínimo, desde 1905"

LD entrevista al doctor en Estudios Hispánicos por Cambridge, que publica el ensayo La palabra ambigua (Taurus, 2023).

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Resultó que, mientras boqueaba el siglo XIX, en España se empezó a llamar intelectuales a ciertos filósofos, escritores, artistas o científicos. El concepto, terriblemente escurridizo, agitó el avispero del debate. Y generó no pocas incomodidades y desdenes. Machado, el hermano de Manuel (Borges), en 1905: "Hoy queremos ser intelectuales, que es algo como no ser nada"; Ortega, en 1916: "En esta fecha en la que escribo, sépanlo los investigadores del año 2000, la palabra más desprestigiada de cuantos suenan en la Península es la palabra intelectual". David Jiménez Torres (Madrid, 1986), investigador de nuestros días, doctor en Estudios Hispánicos por la Universidad de Cambridge y profesor en el Departamento de Historia, Teorías y Geografía Políticas de la Complutense, aborda en La palabra ambigua (Taurus, 2023) la cuestión –patria– de los intelectuales. La gestación de este interesante y documentadísimo ensayo, doy fe de ello, le ha llevado años. Su publicación justifica esta entrevista.

P: Señor Jiménez Torres, ¿se considera usted un intelectual?

R: Habiendo escrito un libro como este, me costaría decir que sí. No sabemos bien qué es un intelectual. Entonces, si no lo sabemos bien, ¿cómo voy a ponerme yo esa etiqueta? Es cierto que una de las ideas que se ha tenido del intelectual es la de alguien que sea escritor o profesor universitario pero que colabore en medios y, de esa manera, llegue a un público más amplio que sólo el de su gremio. Pero, desde luego, no es la única, y estoy convencido de que gente que no estuviera de acuerdo con las ideas que explico en las columnas diría que no soy un verdadero intelectual. Esta es otra de las particularidades del intelectual: muchas veces le negamos esa consideración a gente que, sencillamente, dice cosas que no nos gustan.

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Un momento de la entrevista | C.Jordá

P: O que está en la otra trinchera.

R: Exactamente, sí. O que no nos gusta la función que ejerce. Esto lleva haciéndose 130 años. Decir "quien no está de acuerdo contigo, no es un verdadero intelectual", ya lo hacía Primo de Rivera. No es ninguna innovación.

P: ¿Por qué un significante tan sonoro, tan cristalino, tiene un significado tan complejo?

R: Creo que hay una falta de cualquier anclaje sólido. En el libro comento que puedes tener un papelito que diga que eres artista. Has podido hacer una carrera de Bellas Artes, o haber hecho exposiciones, etcétera. Si alguien te pregunta si eres un artista o no, que es otra palabra muy polisémica o muy ambigua, puedes aportar algún tipo de prueba más o menos objetiva. Lo mismo pasa con los filósofos: puedes aportar un título universitario que diga que eres un filósofo. Pero no hay ningún papelito expedido en ningún país del mundo que pueda acreditar que tú eres un intelectual. Lo único que hay es un acuerdo entre los hablantes del idioma de que esta palabra se puede proyectar sobre una persona o no. Y lo que vemos es que, por un montón de motivos, no hay acuerdo. En parte, porque la propia palabra es ambigua. ¿A qué hace referencia: a un tipo de trabajo, a una actitud vital, a una función social? También porque hay gente que cree que llamar "intelectual" a alguien es una manera de insultar, y gente que cree que es una manera de alabarlo. Y no quieres alabar a alguien que no te gusta e insultar a alguien que sí te gusta.

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P: Si a ese sustantivo tan ambiguo, "intelectual", le añadimos el adjetivo "español", ¿qué potaje servimos?

R: Es otro elemento que me fascina. Tenemos un discurso muy arraigado basado en la idea de que los intelectuales españoles son menores, incompletos, fallidos. Es un poco lo de Adán y Eva: igual que Dios hizo a Eva de una costilla de Adán, con la idea de que es una derivación, Dios hizo a los intelectuales españoles de una costilla de los intelectuales franceses. Con lo cual, son versiones menores, menos acabadas. Esto es, sencillamente, porque desde antes de que aparezca la palabra "intelectual", a finales del XIX, ya hay un discurso muy potente de la inferioridad cultural española en comparación con otros países. Sobre todo, con Francia. Existía la idea de que nuestros literatos o nuestros científicos eran peores que los franceses, que los británicos o que los alemanes, y, cuando aparece la palabra "intelectual", se inserta como una mosca que se pega a este papel que ya estaba de antes. Sin embargo, los británicos también dicen que sus intelectuales son menores en comparación con los franceses, y los italianos. Vas viendo que si todos los países de Europa creen que los intelectuales de verdad son los franceses y los suyos son de mentira, la única conclusión que podemos obtener es que Francia es la excepción, no la regla. Lo normal es ser no-Francia. Es como si digo: "No soy alto, no como Luka Dončić". Tú dices lo mismo. Si lo decimos todos, nos daremos cuenta de que Dončić es inusualmente alto y de que los normales somos los demás.

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P: ¿Por qué, desde el principio, se sospechó sexualmente de los hombres y mujeres intelectuales?

R: Es también muy interesante la idea de que si el intelectual es un discurso, más que una realidad objetivable, cómo se entremezclan los discursos sobre el intelectual con discursos sobre la masculinidad y la feminidad. Vemos cómo, desde el principio, se sobreentiende que el intelectual es varón y podemos pensar que esto tiene que ver con la sociedad en la que aparece esta palabra. Pensamos: "Surge en una sociedad en la que el acceso a los medios de comunicación, a las cátedras, a mecanismos de publicidad literaria, están muy vedados a las mujeres". Pero, desde el principio, ocurre algo más extraño: se dice que los intelectuales son varones, pero poco varoniles. En muchos escritos antiintelectuales, sobre todo, de la derecha más tradicional o autoritaria, se les acusa de que son hombres afeminados. Al mismo tiempo, se utiliza la palabra para hablar de mujeres, sobre todo, feministas, que están en movimientos sufragistas de la época, y se les acusa de ser poco femeninas. Incluso, creo que Gregorio Marañón dice, literalmente: "La mujer intelectual es poco mujer". En el libro recojo algunos escritos de Marañón que son verdaderamente escandalosos. Y Marañón añade: "Por eso no ejercen atracción sobre los hombres".

P: Eso de que le atraía más una modistilla…

R: ...que una ministra. Y lo plantea como una realidad biológica inmutable: "Esto siempre ha sido así, es así y seguirá siéndolo". Así que nos encontramos con la paradoja de que, durante muchas décadas, se postula que los intelectuales hombres son poco hombres y las intelectuales mujeres son poco mujeres. Con lo cual, acabamos con un ser completamente andrógino, con una especie de desviación de género que no encaja en los ideales de la época. Eso va a cambiar, pero va a cambiar tarde. En el libro comento que, por ejemplo, la idea de que mujeres se reivindiquen a sí mismas como intelectuales sin que eso signifique que son menos femeninas ocurre en los años ochenta, cuando la situación de la mujer ha cambiado mucho en la sociedad española.

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P: La edad de oro de los intelectuales en España arranca en 1914 y termina en 1936. ¿Cuál diría que fue la edad de oro de los antiintelectuales?

R: Creo que la edad de oro del antiintelectualismo coincide con los comienzos de las dos dictaduras del siglo XX, los primeros años de Primo de Rivera y, sobre todo, los primeros quince/veinte años del franquismo. Son años en los que desde el poder, desde el régimen, se fomenta un discurso antiintelectual muy, muy fuerte. El franquismo lo convierte en parte de la propia historia que el régimen cuenta sobre sí mismo. Recojo textos en los que se dice que no sólo la República fue culpa de los intelectuales, sino que la Guerra Civil fue culpa de los intelectuales. Hay otra edad de oro más ambigua, pero interesante, que es post 15-M. Se culpa, en cierta medida, a los intelectuales de las décadas anteriores de la consolidación del régimen del 78 y de haberse entregado a los placeres de la vida fácil durante los años de bonanza. Esto ocurre desde la derecha, pero también desde la izquierda del 15-M, desde el universo de Podemos.

P: Le dedica un puñado de páginas a Sánchez Cuenca.

R: Sí, porque su libro La desfachatez intelectual es muy representativo de ese discurso, un discurso que dice que determinados intelectuales han sido irresponsables, que han opinado de cosas de las que no tenían ni idea. Que gente que sólo sabía de literatura o de política opinaba sobre economía sin tener ni idea. Es un discurso que señala que los intelectuales españoles han fallado por ignorancia o por mala fe. Ahora, esto ha retrocedido más, pero fue el nuevo consenso durante unos años: los intelectuales eran unos tertulianos, unos todólogos, que no sabían de lo que hablaban, etcétera.

P: Recuerdo a Pablo Simón diciendo, más o menos, que en España sobran Machados y hacen falta Max Webers. Esa es otra: muchos de quienes han criticado a los intelectuales por tertulianos o todólogos… han acabado siendo tertulianos y todólogos.

R: Cuando esta gente llega a los puestos de influencia que habían ocupado los intelectuales que ellos habían denunciado, a veces, tienen las mismas fallas que habían denunciado de los intelectuales. Vemos que el discurso antiintelectual se convierte en un discurso antipolitólogos. Hoy en día, el discurso contra los politólogos es muy fuerte en algunos sectores. También tiene los mismos defectos del discurso antiintelectual: toma el comportamiento de tres personas que no te gustan y lo convierte en el comportamiento de todo un gremio.

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P: Rebobinemos un poco. ¿Tenía razón Julián Marías cuando, en una conferencia pronunciada en 1960, dijo que, "entre los intelectuales, la Guerra Civil ha sido superada"?

R: Hay que explicar el contexto de esa frase de Marías. A comienzos de los cincuenta, varias voces plantean que si va a haber una reconciliación nacional entre los dos bandos que lucharon en la guerra, y, sobre todo, entre la España que está en la península y la que está en el exilio, esa reconciliación debe producirse primero entre los intelectuales, que dialogarán entre sí a través de sus revistas o sus artículos, y eso, luego, permeará en la sociedad. Eso era arbitrario, no tenía por qué ser así, pero se planteó. Y es verdad que esa reconciliación entre los intelectuales ocurrió de una manera relativamente rápida. Cuando Marías dice eso, está diciendo algo que es cierto: ya hay un acercamiento entre intelectuales del exilio e intelectuales más aperturistas dentro del régimen mucho antes de que haya la posibilidad de un cambio político. Otra cosa es que esto sea uno de los eslabones que acaban conduciendo al cambio político. También hay que decir que no todos los intelectuales estaban a favor de la reconciliación. Muchos de los intelectuales más jóvenes del antifranquismo no estaban tanto por ese diálogo. Es más, no participaban en él. Y también había gente del sector más duro del régimen que decía: "Ni de coña dialogamos con estos rojos". Cuando Aranguren y gente que venía del mundo de Falange apuesta por el diálogo, reciben muchas críticas por parte del sector más duro del régimen.

P: ¿Cuán importante fue el papel de los intelectuales en la Transición?

R: Aquí la cuestión es hasta qué punto se percibía como importante su papel en la Transición. Se escribe y se dice muchísimo en la Transición sobre el papel que van a desempeñar los intelectuales en ese cambio político. Y también hay mucha ansiedad sobre si, igual que la canción la canción de "Video Killed the Radio Star", Democracy Killed the Intellectual. Hay muchos intelectuales que su razón de ser era una durante el antifranquismo, durante la dictadura, y sentían que su misión era dar voz a la oposición, pero que, cuando llega la democracia y los ciudadanos tienen voz, van a poder votar partidos, van a tener representantes elegidos, esa labor de representación en el intelectual colapsa. Muchos de ellos no saben si quieren entrar en política, hay mucha ansiedad sobre si los partidos políticos y los intelectuales son incompatibles, si la honestidad intelectual es compatible con la militancia política. Se habla mucho sobre el intelectual en la Transición, pero desde una postura de cierta ansiedad. Todo el mundo reconoce que el intelectual ha sido importante en el tardofranquismo y en el antifranquismo, pero hay muchas dudas sobre el papel que va a desempeñar en la democracia.

P: ¿Hasta qué punto Prisa y el PSOE de Felipe González oficializaron la intelectualidad?

R: Claro, estas ansiedades que he comentado de los años de la Transición se resuelven cuando llega el PSOE, en el 82, al poder. Porque llega con un enorme apoyo de la universidad, del periodismo, de la cultura, etcétera. El manifiesto "Por el cambio cultural" es uno de los más abajofirmados de la historia de nuestra cultura. Y es verdad que, durante el felipismo, muchas de las personas a las que se llama "intelectuales", sobre todo, en las dos primeras legislaturas, están muy a favor del Gobierno y, a la vez, surgen muchas preguntas de gente como Raúl Guerra Garrido, o del poeta José Ángel Valente, que se preguntan, abiertamente, si alguien puede seguir siendo intelectual estando tan cerca, o mirando con tanta simpatía al Gobierno. Si el interés no debería colocarse siempre en la crítica al poder, incluso cuando el poder es más afín a sus ideas. También es verdad que los intelectuales, o gente a la que se llama "intelectuales", desarrollan un discurso crítico en momentos importantes del felipismo: el referéndum de la OTAN, la Ley Corcuera… Ahí, de hecho, Jordi Solé Tura, que es el ministro de Cultura en aquel momento, declaraba que los intelectuales son muy exquisitos, que el poder, a veces, requiere de mano dura. En los últimos años, hay una crítica más explícita de los casos de corrupción. Pero, aquí, ¿tiene sentido hablar de los intelectuales como grupo, o tiene más sentido hablar de individuos? Gente como Guerra Garrido está en esto desde el principio. El artículo de Guerra Garrido "La muerte del intelectual", en el que dice que la cercanía al PSOE supone la muerte del intelectual, es del 82; Goytisolo, en el 87, dice que el intelectual tiene que estar completamente libre de ataduras partidistas. Mientras que hay otras figuras que, incluso en el 96, sigue apoyando al PSOE.

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P: Escribe que, entre 2008 y 2019, se pasó de postular la desaparición de los intelectuales "a denunciar su traición, su silencio, su desfachatez". Su traición, ¿a quién? Su silencio, ¿ante qué? Su desfachatez, ¿por qué?

R: Lo de la traición, el silencio y la desfachatez del intelectual es una plantilla que existe desde hace cien años. Se lleva acusando a intelectuales concretos de traicionar algo, mínimo, desde 1905, cuando Azorín se acerca al Partido Conservador. También, cuando Ortega da la conferencia de "Vieja y nueva política", se le acusa desde el socialismo de ser un intelectual traidor. Luego, en el 27, Julien Benda escribe el famoso La traición de los intelectuales, en su caso, para hablar de sus posicionamientos durante la I Guerra Mundial. El caso: esto es una plantilla que la gente va aplicando, en distintos momentos históricos, para criticar a intelectuales que han hecho cosas que no les gusta. Es un discurso que me provoca cierta impaciencia: se postula una traición sin haber dicho que nadie hubiera aceptado que el papel de los intelectuales era eso Se inventan obligaciones para achacar una traición. El argumento sería mucho más honesto si se dijera: "Estos intelectuales hacen una cosa que no me gusta". Antes hablabas de la sonoridad del concepto, y es que hay algo muy atractivo a la hora de hablar de "La traición de los intelectuales". Suene como una película, como una novela. Y creo que la clave está en el atractivo de esa sonoridad. Además, parece que haces una denuncia moral. J’accuse. Sólo que esta vez el "J’accuse" es contra los intelectuales.

P: Para finalizar: en La palabra ambigua, se refiere a la doble excepcionalidad española sobre la que escribió Ortega, fundamentada, por un lado, en la precariedad económica de los intelectuales que los empujaba al periodismo político, y, por otro, en el escaso respeto e interés que la sociedad nuestra sentía por sus intelectuales. ¿Esto se mantiene?

R: Creo que estas condiciones estructurales son ciertas todavía. Lo que no creo que fuera cierto, ni en la época de Ortega ni ahora, es que sean excepciones españolas. Es el error que creo que comete Ortega: el "esto sólo pasa en España". Desde luego, no es cierto que sólo en España se hable mal o se respete poco a los intelectuales. Incluso en Francia, el discurso antiintelectual está arraigadísimo desde el caso Dreyfus. Tampoco es cierto que la precariedad económica de, digamos, gente de profesiones de letras que tenga que colaborar en prensa sea exclusiva de España. La precariedad de gente que se dedica a la escritura es tan vieja como la escritura misma. Que se lo digan a los literatos franceses del XIX.

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