
He tardado lo mío en escribir sobre Cuentas pendientes, el decimotercer álbum de estudio de Enrique Bunbury. El enorme respeto que le profeso me impiden abordar sus obras con prisa. Un disco del errante aragonés no es como una sesión de control en el Congreso: no se puede ventilar a vuela pluma. Hay que dejarse calar, empapar y embriagar. Lo exige, en este caso, la decena de magníficas canciones –sobrias, poderosas, hispanas o latinas, qué sé yo, pero de Bunbury, tan de Bunbury– que lo vertebran. No se puede frivolizar, no se debe malgastar una palabra vacía con un orfebre que ha empleado tanto tiempo, cuidado y talento en cada verso. Como él, "sólo pretendo saber lo que hay que hacer", y para eso he necesitado un mes. Más vale tarde, en fin.
Cuentas pendientes emparenta con los discos que Bunbury sacó con El Huracán Ambulante –banda con la que inicia gira el 7 de junio– y con Licenciado Cantinas. Emparentar no es sinónimo de clonar. Estos cantos son hijos de sus días, o sea, de un camino artístico, de una estación de vida. No estamos ante una regresión, sino ante una vuelta de tuerca. Si san David Bowie reclutó a una banda de jazz para firmar el epílogo de su discografía con el maravilloso Blackstar, el autor de joyas como "Cuenta conmigo", "Porque las cosas cambian" o "De vuelta a casa" ha hecho lo propio para circular por la autopista multicarril de la canción hispanoamericana, llamando a filas al guitarrista chileno Sebastián Aracena, al contrabajista mexicano Luri Molina y al percusionista cubano Johnny Molina. Además, comparecen los habituales Jorge Rebenaque, al piano y al Hammond, y el baterista y coproductor Ramón Gacías. Ejecutan boleros, milongas, cumbias, valses criollos, bossa-novas rumberas; de rock no hay rastro, y qué mas da.
Hay, en general, como un barniz de serenidad y de gravedad en las diez piezas del LP. Son especies diferentes adaptadas a un ecosistema común reconocible –como sucede en todo disco de EB, en realidad–. Unas brotan del espejo; otras, de la reflexión surgida de la observación extramuros. En "Te puedes a todo acostumbrar", por ejemplo, se refiere, sin concretar, a los creadores que no amortizaron su talento: "Pudiste haber escrito mil novelas, / El guardián entre el centeno o algo mejor. / Ahora ves pasar en el reloj las horas muertas / y en tu cabeza sobrevuela la estela del dolor". En "Serpiente", carnaza febril para el directo, critica a discreción, mas sin identificar a sus objetivos –¿o sí?–: "Quítate el bozal para masticar / eres una serpiente, / no sabe ir de frente / y me clava el puñal por detrás (…) / lo sabe la gente / y de lejos te vemos llegar". "Loco", a pachas con Pedro Guerra, es el retrato desprovisto de romanticismo de un marginal: "Pocas hadas viven pendientes de tu vida (…), brújula perdida en alta mar".
Me pirran "Para llegar hasta aquí", que, hasta que estalla, camina de puntillas por una percusión que me recuerda mucho a Tom Waits, una declaración de intenciones, un balance que asume las mil partidas perdidas; "Las chingadas ganas de llorar", una canción de amor voraz, desacomplejada, repleta de esperanza: "Resistimos mientras todo alrededor / se derrumba y aguantamos, / las chingadas ganas de llorar / y de gritar, no podrán separarnos"; "Cuentas pendientes", médula del álbum, confesión velada, lienzo de lo que hay, boceto de lo que viene: canciones urgentes "antes de cerrar el último bar", o "El baile de los disfraces y la tentación", un estupendo cierre deliberado, una conclusión explícita: "¿Cuánto tiempo nos queda? / Sólo es curiosidad. / Agarra fuerte mi mano, / mantén el ritmo, mantén el compás". Con discos así, como para negarse. Desde Bunbury hasta la eternidad. Qué ganas de verle en el Movistar Arena de Madrid el 13 de septiembre y de leer su inminente nuevo poemario.
