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Cracker Barrel, otro boicot de derechas contra la izquierda empresarial que triunfa

El boicot contra Bud Light posiblemente marcó un antes y un después en la vida empresarial norteamericana. Pero Cracker Barrel no aprendió la lección.

El boicot contra Bud Light posiblemente marcó un antes y un después en la vida empresarial norteamericana. Pero Cracker Barrel no aprendió la lección.

El boicot contra Bud Light posiblemente marcó un antes y un después en la vida empresarial norteamericana. Los directivos de las grandes empresas han estado décadas moviendo las compañías que dirigen hacia la izquierda, ya fuera por convicción personal, por quedar bien en su círculo social o por miedo a los activistas. Lo vemos en buena parte de la publicidad también aquí en España, con todas las marcas compitiendo en quién utiliza un lenguaje más progre en sus anuncios.

Este movimiento se aceleró enormemente con la elección de Donald Trump primero y después con la irrupción del movimiento Black Live Matters. No era sólo la imagen que vendían en sus anuncios, eran sus políticas internas llenas de programas de diversidad e inclusión, la infiltración de los criterios ESG (ambientales, sociales y de gobierno corporativo) dentro del día a día, etcétera. Una investigación de Bloomberg reveló que en 2021 sólo el 6% de las nuevas contrataciones en las grandes empresas habían sido blancos, lo cual, dada la demografía del país, era difícilmente atribuible a otra cosa que no fuera discriminación.

Pero entonces llegó el boicot a Bud Light en la primavera de 2023. En un momento en que el activismo transexual estaba sobrepasando todos los límites haciendo de niños y adolescentes menores de edad su objetivo para confundir, hormonar y mutilar, Bud Light decidió hacer una campaña con el actor y activista Dylan Mulvaney, famoso por la promoción que hacía en redes sociales de su cambio de género. Bud Light llevaba siendo la cerveza más vendida en Estados Unidos desde hacía dos décadas y durante todo ese tiempo su publicidad estaba dirigida a celebrar la masculinidad tradicional y empleando a famosos en eventos deportivos y barbacoas para anunciarse. Y fueron sus clientes, especialmente los de derecha, quienes lideraron un boicot para protestar contra la marca que sentían que los había traicionado, haciendo caer casi un tercio de las ventas. Y aunque la empresa matriz acabara rectificando y regresando a la imagen tradicional de Bud Light, las ventas nunca se recobraron del todo.

Aquello fue un shock, porque rara vez un boicot había tenido un efecto que no estuviera limitado a un periodo corto y a una caída de ventas bastante limitada. Pero sobre todo fue un shock para todo el espectro político porque era la primera vez que la presión de la derecha social lograba resultados. En cierto modo, Bud Light fue un cabeza de turco que pagó las consecuencias de la izquierdización explícita de buena parte de las empresas del país. Uno pensaría que otras empresas tomarían nota, y muchas sin duda lo han hecho, como se ha visto especialmente en las tecnológicas tras el regreso de Trump a la presidencia. Pero no todas.

Cracker Barrel, ¿el nuevo Bud Light?

La controversia de esta semana ha sido el cambio de imagen de una cadena de restaurantes llamada Cracker Barrel, cuyos locales tienen un aire sureño y del clásico diner norteamericano, esos establecimientos que vemos en las películas donde se pide el especial número tres y la camarera te va rellenando la taza de café. Tanto su mobiliario como su logotipo –en el que se ve a un sureño acodado en un barril– intentaba evocar lo que allí llaman americana, esas peculiaridades culturales que lo separan del resto de Occidente y donde se puede englobar desde el béisbol hasta la tarta de manzana. En su rediseño, el logotipo sólo mantenía los colores originales y el nombre del restaurante con una tipografía levemente estilizada, pero el señor sentado desaparecía. Todo esto era parte de un cambio completo de los interiores y de los menús, pero dado que lo único visible por el momento era el logo, ha sido sobre el logo sobre el que han recaído las críticas.

Su clientela, más centrada en zonas rurales de la América profunda que votan republicano en las ciudades costeras y cosmopolitas que votan demócrata, no tardó en protestar por lo que consideraban una destrucción de la identidad americana de sus restaurantes para convertir a Cracker Barrel en otra cadena de restauración sanitizada, sin carácter propio ni personalidad, mucho más alejada del tipo de personas que acuden a estos locales. Sus acciones bajaron más de un 13% tras el anuncio del cambio y finalmente, después de que incluso Trump entrara en la polémica, han decidido echarse atrás. Está por ver si será suficiente. El principal activista en mover al boicot, Robby Starbuck, que ya había hecho rectificar a otras empresas como Harley Davidson o John Deere, les ha exigido ir más allá y eliminar todos sus programas internos de diversidad y en general toda la morralla woke que su actual CEO ha introducido en la empresa.

Al contrario que Bud Light, que por mucho que haya caído sigue siendo una de las cervezas más vendidas en el país, está por ver que Cracker Barrel sobreviva. Como otras empresas del sector, lleva arrastrando grandes problemas desde la pandemia y hay quien interpretó este lavado de imagen como un último intento de resucitar la marca. Pero lo que deja claro esta nueva campaña es que las empresas norteamericanas ya no pueden dejar de lado las opiniones de la mitad potencial de su clientela como llevaban haciendo desde hace décadas. Y que durante estos últimos años se ha consolidado en Estados Unidos una nueva derecha que no pelea según las reglas del marqués de Queensberry, sino que baja al barro donde lleva instalada la izquierda desde los años 60.

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