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Alberto Míguez

La visita del joven rey

Dos días escasos durará la visita oficial del rey Mohamed VI de Marruecos a Madrid, la primera que gira desde que hace un año falleció su padre, Hassan, y accedió al trono. Lo primero que sorprende de la breve presencia española del joven rey es su bajo perfil. Pese a los esfuerzos desplegados por sus anfitriones, que deseaban convertirla en un gran acontecimiento diplomático, el caso es que los consejeros del malik (rey), entre ellos el todopoderoso banquero hebreo André Azzulay, decidieron rehusar todos las sugerencias del ministerio de Asuntos Exteriores en esa dirección.

El rey no comparecerá ante el Pleno de las Cortes, como alguien sugirió; se limitará a charlar unos minutos con las presidentas del ambas Cámaras. Tampoco recibirá a los medios de comunicación españoles como le habían sugerido desde Madrid antes del viaje: teme seguramente que se deslicen preguntas inconvenientes o comprometidas. Es un joven de pocas palabras y la dialéctica no es su fuerte. Por supuesto, tampoco participará en una conferencia de prensa tras entrevistarse en el Palacio de la Moncloa con Aznar, tal y como hacen los primeros ministros y jefes de Estado que pasan por Madrid.

La mayor parte de su estancia en Madrid la pasará Mohamed VI entre palacios: la Zarzuela, el Palacio de Oriente, el del Pardo (donde se hospedará) y el de la Moncloa. Como a cualquier visitante ilustre le entregarán la inevitable llave de oro de Madrid y depositará la no menos inevitable corona de flores ante el monumento a los caídos por la patria. Hasta ahí el “modelo mínimo” de cualquier visita de Estado.

La visita se completará con un encuentro con los empresarios españoles que hacen negocios (algunos muy suculentos) en Marruecos y con la colonia marroquí en España: no asistirán los representantes de las organizaciones de emigrantes (más de doscientos mil, entre legales e ilegales) ni están invitadas tampoco las asociaciones de “amistad con el pueblo saharaui” que, según parece, aprovecharán la oportunidad para manifestarse en la calle.

Los organizadores marroquíes de la visita deseaban aparentemente que ésta pasase inadvertida: seguramente lo conseguirán. Los anfitriones españoles parecen haber aceptado sus tesis. Se han visto pillados entre el deseo de convertirla en un acontecimiento de excepción que consagrase las siempre cacareadas buenas relaciones entre los dos países (la realidad es muy distinta) y el pavor de que se convirtiera en un pim-pam-pum contra el “rey de los pobres”, como algunos de sus súbditos llaman a Mohamed.

Los políticos y la Corte alauita han perdido la oportunidad de acreditar ante una opinión pública curiosa la figura de un rey moderno, culto y prudente, con don de gentes y conocimientos (habla desde niño muy correctamente español); un interlocutor amistoso para resolver los delicados problemas bilaterales, algunos de ellos graves, que desde años separan a españoles y marroquíes.

La política exterior española ha perdido una nueva oportunidad de crear un ambiente de entendimiento y cooperación a un lado y otro del Mediterráneo. Y el joven rey, la posibilidad de que en España aprecien sus esfuerzos para implementar el cambio político y social en su país. En el futuro no le sobrarán ocasiones semejantes.

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