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Hay un sentido de la cultura como civilización, del arte en sí como manifestación del espíritu humano de creación, abierto al goce y la contemplación, que supera los límites de las fronteras y se despliega como uno de los factores de liberación. No se niega al enraizamiento, porque su sentido cosmopolita no es la negación de lo propio, sino de lo propio como lastre y esclavitud. Esa síntesis de equilibrio se plasma de manera intensa en la obra de Eduardo Chillida, universalizadora en su lengua conceptual, moderna en sus técnicas, y al tiempo inspirada en líneas que hunden su inspiración en las sencillas intuiciones prehistóricas. En el Museo Chillida, el hierro de sus forjas entra en comunión con la naturaleza, como lo ha hecho con las ciudades, en un sentido evolutivo, respetuoso y transformador.

Hay algo de simbolismo en la inauguración que no ha pasado desapercibido al mundo etarra, al margen de la presencia de líderes nacionales en un feudo batasuno como Hernani (como la hay en el bosque de Oma de Agustín Ibarrola, que ha sufrido las iras de la barbarie totalitaria).

La contramanifestación ha estado formada por unos cientos de personas, cada uno de ellos portando la correspondiente ikurriña, en lo que significa de intento de monopolio de la marca nacionalista -un proceso muy acentuado en el actual momento de paranoico intento de pureza nacionalista de Eta-, pero también de gregarización y de sentido totalitario de pueblo como entidad donde no cabe la individualidad creadora ni la libertad personal.

Esa confrontación entre el humanitarismo y la horda se ha manifestado también horas antes en San Sebastián cuando los ciudadanos que protestaban por el atentado contra Recalde han resistido a la presión y las continuas amenazas de los que pretendían confundir a los verdugos con presos étnicos, políticos o de conciencia, con esa curiosa incapacidad, fruto de la confusión moral existente en el nacionalismo llamado moderado, de la policía autónoma para diferenciar entre víctimas y verdugos, entre legalidad y delito, entre civilización y barbarie. En San Sebastián, nuestro Sarajevo del conflicto, se resiste con la nuca descubierta, y con la palabra, como Fernando Savater, mientras la ertzantza “mantiene separados”, incapaces sus mandos políticos de discernir, a quienes defienden el sentido civilizatorio de la convivencia de los que gritan “mátalos”.

Es anecdótico, pero significativo, que el lehendakari Ibarretxe recibiera la noticia del atentado contra Recalde en un acto para homenajear a dos “vascos universales”. Ha habido y hay muchos vascos universales que viven la cultura a la medida del hombre. Muchos han sido víctimas del terrorismo nacionalista. Merecen un homenaje y un monumento a las víctimas.

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