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Enrique Coperías

Niño a la carta

En ocasiones, ciertas aplicaciones terapéuticas de los avances en biomedicina plantean serios dilemas éticos y morales difíciles de resolver. Este es el caso de la clonación humana o de la manipulación genética de las células germinales, o sea, de los oocitos y espermatozoides, para diseñar superniños. La decisión de una pareja de Englewood, en Colorado, de concebir artificialmente un bebé con un perfil genético para salvar la vida de su hermano enfermo ha provocado airadas reacciones desde distintos sectores de la sociedad. Cabe, pues, preguntarse si los padres y los médicos que han participado en el proceso terapéutico han obrado correctamente.

En primer lugar hay que decir que el recién nacido, Adam, es un hijo deseado, que ha sido concebido mediante una técnica de fecundación in vitro estandarizada y aceptada por la comunidad científica, que el embrión fue sometido a unos tests genéticos normales para descartar que es portador del gen causante de la anemia de Falconi, que fue seleccionado como el ¿más apto? bajo criterios puramente médicos, que no fue sometido a ningún tipo de manipulación genética y que fue implantado en el útero materno siguiendo un protocolo completamente aceptado.

En segundo lugar, Adam no es el primer niño que viene al mundo con la loable pretensión de salvar la vida de su hermano: el bebé fue concebido para trasplantar células pluripotenciales del cordón umbilical a su hermana Molly de seis años, que padece una grave enfermedad degenerativa conocida como anemia de Falconi. El caso de la familia Nash es equiparable al de otras muchas parejas en el mundo que han engendrado un hijo para salvar la vida a un hermano con leucemia o con otra enfermedad maligna de la sangre. Tampoco es la primera vez que se selecciona un embrión de entre varios en función de su perfil genético.

Los sobrantes son congelados y guardados celosamente a la espera de ser implantados. De este modo, la formación y destino de los embriones con fines creativos vendrían justificadas por su finalidad análoga a la del proceso natural de reproducción. Para los bioéticos, la circunstancia de que todos los embriones formados pueden ser implantados y sobrevivir presenta también una probabilidad similar a la del proceso natural.

Las leyes de reproducción asistida de los países occidentales contemplan que los padres portadores de una tara genética o con alto riesgo de que sus hijos nazcan con alguna alteración cromosómica, como es el caso del síndrome de Down o trisomía del cromosoma 21, echen mano de la fecundación in vitro con el fin de evitar transmitir a la descendencia el gen anómalo.

Lo que ahora sí resulta novedoso es que se utilice el embrión concebido en un tubo de ensayo con una doble finalidad: descartar que sea portador de una anomalía genética y seleccionar el que al nacer será más compatible con el hermano que va ha recibir el trasplante salvador. No hay ninguna legislación –y pienso que nunca la habrá– que prohíba este tipo de práctica. Adam no es el producto de ninguna alteración genética, ni de una clonación, ni de ninguna otra manipulación torticera. Tampoco viene al mundo con unos rasgos seleccionados caprichosamente por unos padres deseosos de tener un vástago superdotado.

Es, como he mencionado antes, un hijo deseado que simplemente no es portador de una enfermedad genética. Aparte de esto, Adam no será ni más listo ni más guapo que si hubiera sido concebido de forma natural. En ningún momento, los científicos han experimentado ni con él ni con los demás concebidos, ni con fines terapéuticos ni con ningún otro propósito. Actuaciones éstas que sí son hoy por hoy punibles.

El dilema que plantea la concepción de Adam es pues de carácter ético. La reacción de la Iglesia católica era de esperar, que condena tanto la técnica utilizada, o sea, la procreación artificial y la selección de embriones, y la motivación de los padres, que no era otra que la de salvar la vida de otro hijo.

Si la postura de los católicos puede comprenderse dentro del marco de la fe, la de aquellos que vaticinan un futuro en el que la genética creará una raza de seres superiores es del todo reprochable. Seamos serios, este no es fin de la ciencia. Para discriminar a una persona por el color de su piel o su inteligencia no hace falta recurrir a alto tan complejo como la manipulación genética, cuyos límites de actuación serán impuestos por el Derecho. Algunos dictadores ya lo intentaron hacer con técnicas mucho más sencillas y tremendamente eficaces.

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