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Enrique Coperías

Pienso para echarse a temblar

Sin duda alguna, la enfermedad de las vacas locas o encefalopatía espongiforme bovina (EEB) constituye el mayor escándalo ganadero y alimentario de todos los tiempos. Desde que se descubrió el primer caso hace 15 años en una granja situada a las afueras de Michigan, donde se localizó una cabeza de ganado con el cerebro reducido a una esponja, el mal de las vacas locas ha estado rodeado de un cúmulo de despropósitos, negligencias e intereses puramente económicos difíciles de comprender.

Sorprendentemente, el Gobierno británico tardó años en admitir que la EEB podía haberse extendido también entre los humanos. Para entonces, diez personas habían muerto a causa de una extraña patología, que fue descrita como nueva variante de una vieja e infrecuente patología llamada enfermedad de Creutzfeldt-Jakob (CJD). A fecha de hoy, la cifra de fallecidos supera la treintena, pero lo peor está por venir: los expertos estiman que en los próximos años surgirán entre 70.000 y 80.000 casos de la nueva variante de CJD (nvCJD).

Por si esto no fuera poco, como medida preventiva ya se han incinerado en Gran Bretaña más de 4 millones de reses y ahora quizás el Gobierno de este país se vea obligado a sacrificar 40 millones de ovejas y cabras sospechosas de padecer el scrapie y/o la EEB.

Seguramente, la fatal historia arrancó en el momento en que se materializó, hace unas décadas, la idea de alimentar el ganado vacuno con piensos elaborados a base de harinas y huesos de ovejas muertas. De este modo, las vacas se transformaron no sólo en animales carnívoros, sino en caníbales, pues en los piensos también se incluían esqueletos y vísceras de sus congéneres. En la elaboración de estas harinas se emplearon, por ignorancia o negligencia, restos de ovejas y cabras afectadas por el scrapie, también conocida como tembladera del carnero.

A este hecho hay que sumar otro factor que pudo contribuir sobremanera a la propagación de la EEB. En 1979, se popularizó en el Reino Unido una técnica más económica de obtención de alimento para ganado. Ésta consistía en la disminución de la temperatura de tratamiento y la supresión de los disolventes orgánicos, lo que impedía destruir el agente causante del mal.

El mal de las vacas locas es un producto de la codicia humana. Ahora, tras el evidente escándalo, difícil de ocultar a la opinión pública, se ha prohibido alimentar las reses con este tipo de harinas que jamás debían haberse fabricado No obstante, se siguen utilizando para cebar sin escrúpulos a pollos, conejos, cerdos y otros animales de granja. ¿Veremos temblar a éstos también en los próximos años? La decisión de las autoridades francesas de desterrar este tipo de harinas de la alimentación animal es acertada, aunque tardía, y el ejemplo debería cundir en los demás países.

Más que cualquier otro, el perverso fraude de las vacas locas ha minado la confianza que los consumidores habían depositado en la moderna industria alimentaria que, en teoría, quiere hacernos comer más sano. Pero esto no se consigue reduciendo los costes de producción a cualquier precio, ya sea engordando a los animales con hormonas y productos tóxicos para el hombre, o con piensos cadavéricos. Con la comida, señores de la industria alimentaria, no se juega.

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