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Ceder o no ceder

De antemano, y en vísperas de la supercumbre de Niza, los principales países de la Unión acuden con parecidos criterios de generosidad: mantendremos unas posiciones que consideramos legítimas e imprescindibles. Pero si, en el último momento, viéramos que tales posiciones ponen en riesgo los resultados finales del encuentro, cederíamos. Lo haríamos por el bien de la Europa Unida, de sus planes de expansión, de su futuro y el del euro.

El euro empieza ya a servir de termómetro y de barómetro; es útil para tanto medir temperatura y presión en la dirección de la Unión, como para observar la marcha de la economía de la gran competidora, los Estados Unidos de América del Norte. Pero también el euro nos dirá, en los postres de la cumbre de Niza, si el resultado es aceptable, feliz, lamentable o pura expresión de los nacionalismos egoístas de cada uno de los quince Estados de la Unión.

Alemania viaja a Niza como vencedora previa –mantiene la sartén por el mango, y el mango también– dispuesta a ceder, Francia tal vez algo menos; y también España, que no sabe bien a qué carta quedarse, la del superhermano alemán o el supervecino galo.

Siempre termina por resolverse cuestiones tan arduas con el intercambio de cromos. Y después de todo, los buenos vecinos también sirven, deben servir, para resolver problemillas de la escalera comunitaria: la lucha antiterrorista, los trenes del AVE, las UMTS venideras, el futuro de Santa Bárbara. Hasta a las vacas locas se podría invocar esta vez en Niza.

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