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Enrique Coperías

La gran decepción

Los biólogos se han quedado sin ladrillos para edificar el ser humano. Hasta ayer, la comunidad científica pensaba que 120.000 ó 150.000 genes bastaban para explicar la complejidad de nuestra especie, incluida la consciencia, el material mental (mindstuff) de los filósofos idealistas e, inclusive, el alma platónica adoptada por los cristianos. Se creía que éramos el producto de la información codificada de nuestra molécula de ADN, una ristra de 3.000 millones de letras, que puestas en línea recta ocupa una longitud próxima al metro. Salvo los glóbulos rojos, que carecen de núcleo celular para así transportar una mayor cantidad de oxígeno, todas las células de nuestro cuerpo contienen una hebra duplicada de ADN.

Pero la comunidad científica se ha quedado estupefacta al leer las páginas que dedican a la secuencia del genoma humano las revistas Nature y Science. En la primera, el consorcio público internacional del Proyecto Genoma asegura que el número de genes de nuestro acervo genético oscila entre 30.000 y 40.000; en la segunda, los investigadores de la compañía Celera Genomics aseveran que en nuestro ADN hay entre 26.000 y 34.000 genes. No hay que olvidar que un gen no es otra cosa que un fragmento genético con la información precisa para fabricar una proteína o una enzima.

En definitiva, los genetistas, que creían contar con los suficientes ladrillos para construir la catedral humana, se enfrentan con una cruda realidad: ahora, con 34.000 rasillas no tienen ni para levantar una ermita. Nuestra superioridad sobre el resto de los seres vivos que pueblan el planeta no tiene correlación alguna a nivel genético. La drosófila o mosca del vinagre contiene unos 13.000 genes, el gusano Caenorhabditis elegans está hecho con 18.000 y la Arabidopsis o planta de la mostaza, tiene 26.000. Cabe pues, preguntarse lo siguiente: ¿cómo es posible que un ser humano tenga sólo el doble de genes que un simplón gusano de un milímetro de longitud? Esta es la grandeza de la molécula del ADN.

El sorprendente hallazgo echa por tierra el mito de que el hombre es el producto de sus genes. En la década de los setenta, el etólogo Richard Dawkins y sus acólitos defendían la idea de que los individuos no son más que máquinas creadas por los genes para su supervivencia. Pero 34.000 no son suficientes para hacer al hombre prisionero de sus genes. Sin duda alguna, un duro revés para los deterministas y los defensores del reduccionismo. Somos el producto de nuestros genes y algo más. Desvelar y cuantificar esto último será, sin duda alguna, uno de los retos científicos del nuevo milenio.

Los xenófobos también se han quedado sin argumentos, si es que alguna vez estuvieron en posesión de ellos. El ADN no es racista. Los seres humanos comparten el 99 por ciento de sus genes y, desde el punto de vista genético, pueden existir mayor diferencia entre dos personas de la misma raza que entre, por ejemplo, un negro y un mongoloide.

Las últimas noticias del genoma humano abren nuevos y apasionantes interrogantes en la esencia humana. Alguno de ellos podrán resolverse en breve. El análisis de la información contenida en los genes permitirá conocer a fondo muchos de los secretos de la salud y enfermedades humanas. Por ejemplo, los científicos más optimistas esperan tener identificados el 90 por ciento de los genes implicados en el cáncer en un par de años. Pero las grandes sorpresas pueden venir de las secuencias genéticas que nada tiene que ver con los genes y que suponen más de las dos terceras partes del material hereditario. Éste es el caso de los retrotrasposomas, un ADN parásito que recuerda a los retrovirus, familia de virus a la que pertenece, por ejemplo, el agente causante del sida. Más de la mitad del genoma humano son secuencias de este tipo, junto a las del llamado ADN basura.

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