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Hay algunas cuestiones colaterales en torno a la inmigración, que nunca se dicen, como si hubiera una conspiración de silencio. Ese fenómeno es, entre otras cosas, el efecto del fracaso de las políticas colectivistas, de las planificaciones económicas, de las nacionalizaciones y de la estatalización del campo. La consecuencia del fracaso del socialismo real, como en los países del Este, y de sus imitaciones en lo que se denominó el tercermundismo.

Esta consideración tiene una notable importancia en cuanto a las soluciones y al enfoque del problema. Por de pronto, muestra hasta qué punto algunos de los colectivos aparentemente más favorables a los inmigrantes en el fondo no lo son tanto. Por ejemplo, si los sindicatos quieren ser coherentes deben pedir menos “papeles” a los productos que llegan de los países subdesarrollados y, por supuesto, proponer y propugnar la liberalización de las economías de los países emisores de mano de obra (de Corea del Sur o de Taiwan no se emigra), donde la coyunda de la intervención económica y la corrupción política impele a las personas a buscar un horizonte mejor.

La especie tan extendida, tan repetida en las televisiones, en los medios de comunicación y en el discurso oficial, de que estaríamos ante una especie de montaje de las mafias, analógicamente comparadas con los traficantes de esclavos, es en términos de la realidad una parida y, en términos más suaves, una mentira piadosa para tranquilizar los complejos de culpa personales.

Se mire por donde se mire, e independientemente de la valoración moral que merezcan las personas que se dedican a ese tráfico y sus actos concretos, con frecuencia deleznables, estamos ante intermediarios que responden a una demanda surgida de la libertad personal, y obteniendo los beneficios que comparta toda prohibición o restricción del mercado. A mayor prohibición, coste más elevado. Mientras haya gente dispuesta a emigrar, habrá personas dispuestas a obtener un beneficio con su transporte. Es decir, perseguir a las mafias es cuanto menos una pérdida de tiempo para la cuestión de fondo, como lo fue la ley seca.

Es obvio que la inmigración plantea problemas, sobre todo respecto a los miedos ancestrales que el hombre siente y canaliza a través del concepto integración, sobre todo si la emigración no se relaciona con el trabajo y se genera una marginalidad desocupada. Pero no pueden ni ocultarse, ni desestimarse los efectos positivos de la emigración. Muchos de los países más desarrollados y más libres son el producto de oleadas de emigración, como Estados Unidos. Históricamente, todas las naciones están formados por ese tipo de aluviones. La emigración es también beneficiosa para los países de origen de diversas formas, no sólo por la obtención de divisas, también los emigrantes aprenden y asimilan una cultura democrática que luego exportan como exigencia de reformas. Eso ha sucedido antes, ¿por qué no va a suceder ahora?. Es decir, la emigración puede ser un arma poderosa contra los integrismos y a favor de la conveniente liberalización del planeta. Proviene del error del socialismo, puede ayudar al triunfo del liberalismo.

Por supuesto, es mucho mejor cualquier ser humano emigrante dispuesto a vivir su aventura vital con respeto a los derechos de los demás que Marta Ferrusola y su idea del “appartheid” pujolista.

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