Mi objeción general al primer año de Jorge Batlle en la presidencia de Uruguay es que el ritmo de su gestión no se aviene a las necesidades del país. No existe un ritmo óptimo para gobernar, que sea independiente de la coyuntura histórica. El presente es, en el Uruguay, un tiempo para actuar, y definirse. Hay tiempos para buscar pacientemente consensos y posponer las decisiones, a la espera de que tal vez las cosas mejoren espontáneamente; pero éste no es uno de ellos.
Escribo con una sensación de urgencia, que querría ver compartida, y no percibo en el gobierno. Nada ha contribuido tanto a infundirme esa sensación como la imagen de los uruguayos estigmatizados de “ilegales” en España, manifestando –en realidad rogando, mendigando— para que les dejen permanecer en aquella tierra vieja, donde otrora se percibió la nuestra, nueva, virgen, abierta, libre, como una tierra de promisión. Ha llegado la hora de tomar conciencia de que esa promesa ha sido violada. Que el Uruguay traicionó a los que atrajo. A quienes lo construyeron. A sí mismo, por tanto. Que fue un país rico y hoy es pobre. Que fue una tierra de oportunidades y hoy expulsa a sus hijos por falta de oportunidades. Ayer un emigrado uruguayo era un nostálgico. Hoy, cuando lo quieren repatriar, porque en su desesperación se metió clandestinamente en tierra ajena, se vuelca a las calles con sus coterráneos, igualmente presas del miedo, portando pancartas, por ver si se apiadan de ellos y no les fuerzan a volver a su patria. Ha llegado la hora de la verdad.
La verdad es que la economía del país gime bajo un aparato estatal inusitado, que la abruma y la deja sin fuerzas para competir y reaccionar a los desafíos externos que exigen imaginación y creatividad. Y, dentro de ese aparato abrumador, se encuentra un sistema educacional que parece orientado precisamente para preservar la mediocridad dominante y ahogar cualquier impulso innovador. Sin desmontar esa estructura apabullante, no hay esperanza posible.
Entre todos los políticos, Jorge Batlle es el más apto para guiar al país por la senda renovadora que debe recorrer. Su estrategia, sin embargo, ha consistido en seleccionar los temas que aseguran un vasto apoyo popular y no arriesgan nuevos enfrentamientos. Como si lograr la unidad nacional fuera un objetivo previo a todos los otros. De ahí su preocupación por que el país zafase de su rígida actitud frente a los desaparecidos, lo que sorprendió favorablemente a la gran mayoría, con apenas un bolsón bien delimitado de oposición. De ahí la campaña represiva contra el azote del contrabando, que el país se había habituado a ver como un mal inevitable. En torno a ambos objetivos la República tendió a unirse, y la imagen que tenía de su presidente, a mejorar. Para ello contribuyó asimismo su personalidad: su humor, su rechazo de toda pomposidad, el apego a la verdad que testimonió el reconocimiento franco e inmediato de su administración respecto del brote de aftosa que padecimos.
Al mismo tiempo, nada de ello allegó al país auténtica mejoría de la atroz dolencia que viene padeciendo de tiempo inmemorial. Algunas de sus declaraciones sí se encaminaron al meollo del mal. Como cuando prometió terminar este mismo año con todos los monopolios legales de que gozan las empresas del Estado. Como cuando, descendiendo dentro de la misma área al nivel concreto de ANCAP, dijo que sólo si se dejaba de refinar petróleo en el país podríamos tener combustibles a precios internacionales. No se ha visto, sin embargo, que el país haya dado por el momento ningún paso en tal dirección. Al contrario: el nuevo presidente de ANCAP, hombre de la confianza de Batlle, que parecía llamado a ser uno de los libertadores de América, de los modernos libertadores que ahora necesitamos, para que nos rescaten de la opresión de los Estados, ha declarado que mantener la refinería operando es un imperativo de la política nacional de empleo; y, preguntado qué sería de la rebaja del precio de los combustibles prometida por Jorge Batlle, respondió que habrá que esperar a ver si baja el crudo.
Por supuesto, intentar quitarle a ANCAP su refinería habría sido una declaración de guerra. Otro tanto eliminar los monopolios de UTE y ANTEL, etc. Mucho de lo logrado por Jorge Batlle hasta ahora se habría hecho humo. Pero no se trata de eso. La primera cuestión es saber si sería posible restaurar al Uruguay sobre una senda de prosperidad sin dividir al país profundamente. Porque lo diabólico de la situación es que el socialismo uruguayo de un siglo atrás no sólo montó su estructura aplastante, sino que la dotó de los grupos de presión necesarios para defenderla. En otros términos, en paralelo con la insoportable estructura institucional se erigió otra social, basada en el privilegio, dispuesta a defender a la primera con uñas y dientes. No es que ella opere en su interés. Cuando los privilegiados son muchos, el costo del privilegio de los demás recae sobre cada uno, de modo que la supresión de todos a la vez podría dejarlos también a todos en mejores condiciones, y sin duda las posibilidades de bienestar para la generación siguiente, incluso para sus propios hijos, darían un gran salto adelante. Pero cada uno está demasiado apegado a su propio privilegio para poder apreciarlo.
En realidad, eliminar los monopolios, reducir drásticamente el tamaño de la administración central, reformar de veras el sistema educativo –no de mentira como se intentó durante la pasada administración— es la única esperanza del país. La única esperanza de que la gente pueda ver el futuro con optimismo, los jóvenes no piensen en partir, los que se han ido quieran volver, y una nueva corriente inmigratoria sea atraída, con lo que por fin lograríamos poblar este país demográficamente desértico. ¿Cómo hacer que la gente vea así las cosas, y haga posible una nueva y –recién entonces- genuina y duradera unión de la República, en torno nuevamente a la imagen del Uruguay como tierra de oportunidades? Hay una sola variable capaz de lograrlo y ella se llama liderazgo. Por eso entendemos la capacidad de algunos estadistas –Churchill es el paradigma en el siglo pasado- de transformar el sentir del pueblo, de lograr que el pueblo lo siga a él y no tenga él que correr tras el pueblo. Dije más arriba que Jorge Batlle me parece el político más apto para restituir al país en la senda de prosperidad, porque creo percibir en su personalidad facetas indicativas del liderazgo, y voluntad de librar batalla por asumirlo. Pero haber dejado pasar un año de pasividad me sume en un mar de dudas. En todo caso, pretender unir al país del privilegio primero, y sólo después reconstruirlo sobre una genuina base de igualdad de todos frente a la ley, me luce que es como poner la carreta delante de los bueyes.
© AIPE
El uruguago Ramón Díaz es abogado, ex presidente de la Sociedad Mont Pelerin y del Banco Central.
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