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Suele decirse que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Pero hay que hacer la excepción del político, que puede tropezar tres o trescientas, las que le dejen. Basta comprobar la cantidad de políticos socialistas de todos los colores que pululan por el mundo para comprobar que el error intelectual y material no altera la inclinación de muchos líderes a meter la pata, sin excluir la mano o la pistola. Y entre la vocación del tropezón, está la del complejo de origen, que se manifiesta de muy diversas maneras. En la derecha española, por ejemplo, interiorizando la condición de franquistas que les achacan sus rivales. En el socialismo español, interiorizando la ilegitimidad que supone no ser Felipe González, aunque el sucesor -y ya llevamos unos cuantos, prueba incontestable de la profundidad del mal- haya sido aceptado formalmente por el caudillo sevillí.

Joaquín Almunia, elegido por González para que le guardara el sillón, quiso hacer frente a su condición subalterna, de muñeco de ventrílocuo, inventando unas "primarias" para elegir entre los militantes del PSOE. Los profesionales de la política, que en ese partido eran ya por entonces decenas de miles, se quedaron con la boca abierta, pero los militantes del partido se lanzaron entusiasmados a votar. Tantas ganas tenían de votar y de cambiar que Borrell le ganó la candidatura a Almunia. Entre Aznar que lo trituró en el Parlamento y Polanco que lo remató con una denuncia de corrupción -una nadería al lado de las de Gonzalez con PRISA-, Borrell duró un año. Volvió Almunia, y tuvo la genial ocurrencia de pactar con IU en vísperas de las elecciones. Mayoría absoluta del PP. Desastre, caos, otra vez a votar. Bono era el favorito. Tanto, que González y los barones se lo cargaron apoyando a un desconocido culiparlante leonés con cara de chico de primera comunión. Los primeros meses, nuevo efecto Borrell. Y los siguientes, también: un liderazgo que se desinfla como un neumático pinchado.

Y de pronto , al inaugurar una gira por toda España para ser ungido por las bases del partido en sesenta mítines, sesenta, en cuarenta días, va Zapatero y anuncia por sorpresa que al candidato de su partido a la Presidencia no se le elegirá como al del PP sino mediante votación, o sea, como a Borrell y como a él. Estupor, sorpresa, sospechas de plebiscito disfrazado de votación. ¿Va en serio Zapatero? En mi opinión, sí, porque su liderazgo va en picado. No tiene el apoyo de González y Polanco, no ha sido capaz de meter en vereda a los caudillos regionales, está dando más tumbos que un borracho en los sanfermines y, como era de esperar, se le ha metido el miedo en el cuerpo por la herida siempre abierta del complejo de ilegitimidad. Él no es Felipe González. Y en vez de celebrarlo, quiere que su partido le absuelva de tan horrendo delito.

El único truco en el anuncio de Zapatero es que con esta gira él ha comenzado ya su campaña para las primarias. Pero los efectos, si los hay, se diluirán con el verano. A la vuelta de las vacaciones empezará la segunda vuelta de las primarias. Y Bono, por lo menos Bono, que sólo perdió por nueve votos frente a Zapatero, empezará a asomar la patita por la televisión. La política da muchas vueltas, pero es muy posible que Zapatero haya comenzado un lento suicidio político, incapaz de llenar un hueco que sólo existe en su imaginación. El que iba para Sagasta puede quedarse en Figueras, aquel primer presidente de la Primera República que un buen día salió deprimido de las Cortes, se fue a la estación del Norte, cogió el primer tren a París y dos días después mandó un telegrama que decía: "Llegué bien. Saludos. Figueras". Hay viajes para los que no hacen falta alforjas. Pero también hay alforjas que no bastan para ciertos viajes.

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