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Alberto Míguez

El ¡Basta ya! de los argelinos

La gigantesca manifestación del jueves (un millón de personas) en las calles de Argel debería servir al poder militar que dirige el país –el presidente Buteflika y sus colaboradores “civiles” son apenas tristes ventrílocuos de los generales– como advertencia de lo que puede venir si no toman medidas profundas, tanto en el terreno económico y social como cultural, y se limitan a gestionar la crisis resguardando apenas el orden público, que es ya un desorden.

Limitar lo que está sucediendo en la Cabilia argelina (patria y hogar de los bereberes) a una simple querella identitaria entre quienes desean reivindicar una lengua y una cultura originales y quienes intentan reprimirla en nombre de la arabofonía y, si se quiere, del Islam, sería una simplificación reduccionista de la tragedia actual.

Lo que está pasando en Argelia es que una dictadura que lleva diez años en el poder prometiendo reformas que no llegan (acabar con la corrupción y la desigualdad, ofrecer trabajo a los jóvenes, negociar con los islamistas radicales y situar al país en la escena internacional de la que estaba excluido) ha demostrado que es incapaz de cumplir una sola de las promesas que, directamente o a través de sus funcionarios, había anunciado a bombo y platillo a una población harta de la violencia promovida por los fanáticos islamistas o el propio Estado, que de todo hubo y hay.

Desde que en 1992 los militares decidieron anular unas elecciones que habían ganado los islamistas para evitar que Argelia se convirtiera en “un nuevo Afganistán”, todas estas promesas fueron desdeñadas en nombre de un extraño y excluyente patriotismo mezclado con la corrupción generalizada, herencia del régimen de partido único y de la economía centralizada.

Los jóvenes –más de dos tercios de la población tiene menos de 25 años– no se creen nada ya de cuanto pueden prometer y prometen los políticos convertidos apenas en simples asistentes del poder castrense. La manifestación del jueves fue un “¡Basta ya!” de la población, sobre todo la juvenil, contra un poder incompetente y desacreditado que sólo tiene ya los fusiles de la gendarmería y del Ejército para acabar con el descontento que se extiende como una mancha de aceite por todo el país.

El orgullo y la prepotencia del poder militar y de su marioneta, el presidente Buteflika, carecen de la decencia y el sentido común como para iniciar conversaciones con las fuerzas políticas y sociales emergentes que, de grado o por la fuerza terminarán por ganar esta batalla. Esto exigiría también un compromiso de los islamistas moderados, de los socialistas y de los “berberistas” para la celebración de nuevas elecciones que condujeran a un nuevo constituyente. Remendar la actual estructura política sería tarea vana.

Lo que está pasando en Argelia no es sólo una crisis política: alcanza a la identidad nacional y el futuro moral de toda la comunidad.

Si los militares argelinos son tan estúpidos que todavía no han entendido esta evidencia, inmediatamente habrá de nuevo enfrentamientos en las calles de todas las grandes ciudades y más víctimas, pero las cosas seguirán irremediablemente igual que hasta ahora. Es decir, peor que mal.

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