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Alberto Míguez

Putin y Chirac: ¡Que se besen!

El súbito enamoramiento del presidente francés, Jacques Chirac con el presidente ruso, Vladimir Putin, se parece bastante a una comedia de enredos postmoderna. Ambos dirigentes consagraron su unión en torno a una cerveza con alcohol en vaso de plástico y a la sombra de los muros de San Petesburgo en un ejemplo de estética hortera que no lo mejora Pedro Almodóvar.

El excomunista (Chirac lo fue, brevemente en su juventud) y el expolicía (Putin ejerció de espía en la Alemania del Este: qué tiempos aquellos) se aman y admiran apasionadamente después de haberse puesto como no digan dueñas a causa de Chechenia, ese crimen colectivo y silencioso en el que está involucrado hasta las cejas el ceñudo Putin.

Chirac se enamora de los países ignotos y lejanos para escaquearse tal vez del follón que tiene montado en el suyo donde le acusan de chorizo, prevaricador, nepote y descarado. Ya le ocurrió con la China de Mao (hoy de Jiang) y ahora le está sucediendo con la nueva Rusia de las mafias, las coimas y la golfería absoluta.

Pero la explicación por este idilio de estío se encuentra en la inquina compartida contra el amigo americano. Ambos, Chirac y Putin, han llamado la atención sobre el peligro que viene a causa del escudo antimisiles de Bush y la inevitable caducidad del Tratado antimisiles ABM. En una declaración conjunta convocaron al mundo mundial para que rechace el escudo americano y se fije en la versión económica que los sabios rusos están preparando.

Teóricamente Chirac es un aliado de Estados Unidos. Su país forma parte de la OTAN aunque siempre remoloneó en sus compromisos defensivos. En teoría también debería discutir sobre la eficacia e idoneidad del “escudo” en el Consejo del Atlántico Norte y demás foros de la Alianza. Para eso están. Pero prefiere compartir cerveza y sonrisas con Putin y los rusos. Con aliados así no necesita Bush en Europa enemigos.

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